"Es tan bonita la libertad que duele”. Lo dice, empapada en lágrimas, una mujer que ha “perdido” diez años de su vida en prisión y a la que le restan otros tantos de condena. Desde hace dos meses los cumple en tercer grado, con una pulsera en el tobillo que la lastra a ojos de la sociedad y que oculta bajo unos pantalones pitillo. “Yo mi error lo cometí muy joven y muy inmadura, no pensaba en mí misma y ahora el miedo que tengo es ser rechazada siempre”, confiesa y rompe a llorar, los sentimientos a flor de piel, enmarañados, sin palabras a las que echar mano para expresarlos. “Empezar de cero me duele y me alegra, no sé cómo explicarlo”, reconoce.

Alojada en una vivienda de Ezkerraldea, cuenta que ya no se despista tanto por las calles. “La gente me dice: Pues pon el GPS en el móvil. Me da tanta vergüenza decir que no sé cómo va...”. En la cárcel no le hacía falta, aunque hubo un tiempo en que perdió totalmente el rumbo. “Me condenaron a veinte años y ese mismo día falleció mi madre. Llegué reventada del juzgado, llamé y me lo dijo mi tía. Arranqué la cabina del teléfono, tiré todas las sillas, me volví loca. Me hundí y me daba igual todo, peleaba con todas”.

Ahora que ha recuperado el norte orienta su brújula hacia el futuro. “Tengo clarísimo que no quiero cometer ese mismo error, jamás en la vida lo haría, jamás”, afirma con la esperanza de no volver a pisar una celda. “Me da pena que haya gente que vuelva a prisión, que no valore la libertad”, dice y pide no ser juzgada de por vida. “No por haber cometido un fallo ya somos malos para siempre. Soy persona y si estoy fuera es porque he cambiado porque no le dan el tercer grado a todo el mundo, tienen que ver tu comportamiento, que has aprendido del castigo...”, argumenta, a la espera de que se le otorgue un voto de confianza. “Me gustaría que a la gente que tenemos la pulsera o antecedentes y queremos hacerlo bien se nos dé la oportunidad de demostrarlo”.

Si pudiera, rebobinaría el calendario hasta la fecha en la que cometió el delito del que aún es incapaz de hablar. “Mi deseo sería regresar a ese mismo día y decir que no, pero no se puede”, asume. “Ha sido un delito fuerte, yo tenía veinti..., era joven y... Yo estoy en prisión por cómplice de...”, acierta a decir con la voz entrecortada. “He estado diez años en la cárcel y me quedan otros nueve por cumplir, es una condena larga”, resuelve.

Antes de que su vida se pausara, “trabajaba cuidando niños y en la cocina” y estaba intentando sacarse “el graduado”, aunque no lo terminó. Ahora hace prácticas en el negocio de un familiar y trata de adaptarse al mundo cumpliendo con la obligación de llegar a casa a las nueve y media de la noche de lunes a jueves. “Todavía en muchas cosas estoy perdida, me estoy haciendo poco a poco”.

El primer día en prisión

A esta interna nunca se le olvidará el primer día que traspasó el umbral de la cárcel. “Entrar a un sitio que solo ves por la tele es una experiencia horrible. Siempre que llega una chica nueva todas las internas se ponen en el rastrillo a mirar y eran por lo menos noventa mujeres. Yo estaba nerviosa, muy mal. El miedo que no he sentido nunca en la vida lo he sentido cuando ingresé en prisión. Cuando te miran, te sientas en un rincón pensando que te van a pegar, sientes pánico”, explica.

Aunque ingresó con orden de acompañamiento y la tenían vigilada las 24 horas, intentó igualmente quitarse la vida. “Estuve tres años sin levantar cabeza, encerrada en mi mundo. Era todo muy reciente, salía en la tele, en los periódicos, en internet... Hay mucha gente chinchona y decían: Mira esta. Eso me dolía, iba para el baño y cogía cualquier cosa. No quería vivir y no podía enfrentarme a esa gente porque no sabía si se iban a unir todas sus amigas”.

Esa etapa solitaria, depresiva y temerosa terminó desembocando en otra más conflictiva. “Peleas hay por una cosa o por otra, pero si tú no te metes con nadie, te dejan hacer tu vida tranquila. No es como en la tele”, aclara y admite que se vio inmersa en conflictos por su rebeldía. “Entré joven y, por desgracia, he ido creciendo en prisión. Diez años de mi vida he tenido que vivir ahí y adaptarme –no acostumbrarme– a mantener mi sitio”, se justifica.

Apoyada por su familia, las asociaciones, las psicólogas... decidió “salir adelante”. Le costó “muchísimo”, pero fue completando cursos de limpieza, cocina, pintura, informática... “El de panadería no lo terminé porque peleé y me echaron”, confiesa esta mujer, que los últimos cinco años entre rejas se puso “las pilas”. “En prisión he trabajado en la cocina, en talleres de cableado, en limpieza, de sociosanitario...”, recita.

Dos meses en régimen abierto

Consciente de que tendrá que trabajar muy duro para labrarse un porvenir, sueña con saldar sus cuentas pendientes y “no deberle nada a prisión”, con encontrar un empleo y un techo y “hacer una vida normal, tranquila, fuera de todo lo malo”, rodeada de su familia, que le dice que se “porte bien” para que no tenga que volver sobre sus pasos. “Me he dejado arrastrar a lo malo por el miedo al rechazo, a estar sola, y ahora quiero en mi entorno a gente que me haga bien y seguir adelante con mis hermanas y con mi hijo”, ansía.

Cuando ella se despidió de su libertad, él apenas era un niño. Ahora ya tiene 20 años y está estudiando. “Cuando ingresé en prisión lo perdí todo; lo primero, el crecimiento de mi hijo. Siempre he tenido relación con él, sabe que soy su madre y que estoy para él siempre, pero nada se puede recuperar. Intento día a día conocer más a mi hermana y a mis primas, porque las dejé pequeñitas y ya están grandotas. Por eso estoy siempre ahí...”, deja la frase en el aire, embargada por la emoción. Tener que ponerse al día con los suyos evidencia su larga ausencia, pero no contempla la opción de darse por vencida. “Yo sé que puedo y eso es lo que quiero hacer, mirar adelante”, se repite como un mantra.

Su experiencia, “mala” donde las haya, le ha dejado varias enseñanzas. “He aprendido de mis errores, a madurar y a valorar muchas cosas que no valoraba nada”, asegura e insiste en que “todo el mundo se merece vivir una segunda oportunidad”. No obstante, es realista. “La sociedad no está abierta todavía para cosas así, fuertes. Mi deseo es hacerlo todo bien y estoy poniendo de mi parte, pero la etiqueta siempre la voy a tener, siempre”, dice y se derrumba.