Hombre de palabra, tal como lo anunció, lo ha cumplido: Hoy, tras el servicio del mediodía, el que para muchos ha sido durante los últimos 52 años el mejor restaurante de Gipuzkoa cerrará sus puertas y, si las abre en un futuro, ya no será de la mano de los hermanos Arbelaitz.

¿Es tan solo un cierre por jubilación o hay otros motivos que les han llevado a tomar esta decisión?

—Han pasado 6 años desde que cumplí los 65 y ya antes de esa fecha empezaron todo tipo de rumores sobre el cierre. La verdad es que durante ese tiempo, a pesar de que seguimos trabajando con total normalidad, se estaba tomando una decisión: Euxebio y yo estábamos esperando el momento en el que nuestro hermano menor, Jose Mari, pudiera tomar las riendas del restaurante y seguir en solitario. Pero su salud se ha torcido hasta el punto de que está más “debilucho” que nosotros, se ha tenido que operar del corazón y hemos optado por el cierre. El trote de esta casa es muy duro y en su estado actual no había ninguna seguridad de que pudiera llevarlo bien.

¿Qué ha supuesto para usted esta ‘traca final’, este período entre el anuncio de cierre de Zuberoa en octubre y el cierre en sí?

—Por una parte ha sido un momento muy intenso, de mucho trabajo y mucha responsabilidad. Pero, por otro, ha sido emocionante ya que hemos sentido continuamente el cariño de la gente que ha pasado y que nos ha dicho que con el cierre de Zuberoa pierden algo de su vida. La gente ha vivido aquí celebraciones, reuniones, todo tipo de acontecimientos familiares, comidas de empresa… y todo el mundo nos ha compartido sus recuerdos y nos ha mostrado su agradecimiento. Esa respuesta de la gente ha superado nuestras expectativas y ha hecho que nos demos cuenta de que nuestro sacrificio durante tantos años no ha sido en vano.

¿Es mucha la gente que se ha acercado en estos tres meses?

—Sí, ha venido un montón de gente tanto de Euskal Herria como de todo el Estado y, por supuesto, mucha gente de Francia, que siempre la hemos tenido al lado. Hemos recibido muchas alegrías pues ha pasado por aquí mucha de la gente que ha estado aprendiendo en nuestra cocina desde que hace 32 años empezamos a acoger a estudiantes… Hay hasta quien se ha molestado en venir desde Asia, como el chef coreano Jungsik Yim, que estuvo aquí haciendo seis meses de prácticas y que hoy en día tiene un restaurante de dos estrellas Michelin en Seúl y otro en Nueva York. Vino en avión desde Seúl con una botella de Dom Perignon solo para darnos un abrazo y volver a su país.

Zuberoa siempre ha sido un restaurante que ha guardado la tradición. ¿Esa presencia de asiáticos y otros extranjeros en la cocina aportó algún cambio en su trabajo o en su filosofía?

—Aquí los cocineros y estudiantes extranjeros han venido a conocer nuestra cocina y a empaparse de nuestra tradición, así que no ejercían su cocina. Es cierto que todos los que han trabajado con nosotros han tenido que preparar alguna vez la comida del personal y en ese caso sí les dejábamos que hicieran su cocina, pero su cocina tradicional, la que hacían en su casa. Y no pudimos evitar el fijarnos en algunas de las cosas que hacían, como el empleo de la soja, el servir el pescado casi crudo… y siempre se aprende algo. Hay que tener en cuenta que la nuestra tampoco ha sido una cocina 100% tradicional, también ha tenido una evolución y una creatividad. Mi primera y única salida larga del restaurante fue a Ainhoa, al restaurante Ithurria, de Maurice Isabal. Maurice era cliente y yo, entonces, un joven que acababa de empezar a trabajar en el restaurante impulsado por mi madre y que sentía curiosidad por su cocina. “Ven cuando quieras”, me dijo Maurice, y allí me fui para pasar unos meses aprendiendo. Nada más llegar a Ithurria se me abrieron los ojos, ya que vi que practicaban una cocina vasca pero también francesa y la experiencia me sirvió para coger muchas ideas, como el foie con garbanzos, que fue una versión del foie con manzana y uvas que aprendí en Ithurria al que añadí los garbanzos que hacía mi madre con sus panes fritos… Lo nuestro ha sido la tradición, pero sin cerrarnos a nada.

Su relación con los chefs de la Nueva Cocina Vasca también tendría alguna repercusión…

—Sin duda. Yo no pertenecía al movimiento de la Nueva Cocina, al igual que tampoco Martín Berasategui, pero la revista Sobremesa nos “agregó” a los dos al grupo y la relación con Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Tatus Fombellida… siempre ha sido muy buena. Recuerdo una vez que acudimos a París con el lehendakari Ardanza y la Cámara de Comercio de Baiona, entre otros, para un encuentro de empresarios en el que tomaron parte más de 250 personas. Acudimos cuatro cocineros de Gipuzkoa, dos de Araba, dos de Bizkaia… y a la hora de preparar el menú tuvimos claro que no podíamos ofrecer los platos que entonces estaban en boga en la alta cocina como pato, pichón, foie… Estábamos en París y eso ya lo conocían allí… Así que decidimos darles un menú a base de txangurro a la donostiarra en brick, ensalada de angulas, merluza en salsa verde… De postre servimos los xaxus de Gorrotxategi y, como carne, Pedro Subijana tuvo la idea de que el plato fueran los morros que servíamos en Zuberoa con una receta de mi madre, María Irastorza. Y allí me fui yo con mis cazuelas para preparar morros para 250 personas.

Imagino que sería un éxito.

—Arrollador. Toda la comida fue un éxito, los morros encantaron a la gente y el propio Óscar Caballero, periodista de la revista Gourmet que vivía en París, vino a darnos la enhorabuena. Hasta tuve que hablar para agradecer la asistencia a los empresarios y el lehendakari. Lo hice totalmente en euskera y recibí una salva de aplausos enorme de la gente. Y es que vieron que no sólo teníamos una cocina, sino que también teníamos un idioma, y fue algo que les encantó a todos.

El euskera siempre ha estado muy unido a su cocina en Zuberoa...

—Siempre. En nuestra familia, en Garbuno (nombre originario del caserío del restaurante), siempre se ha hablado en euskera. Y aunque mucha de la gente que ha venido a trabajar no lo conocía, entre nosotros siempre hemos seguido utilizándolo, y también con los clientes y los trabajadores que lo hablaban. Una vez vino a cenar una señora británica relacionada con la casa de subastas Sotheby’s, y cuando terminó nos felicitó por dos cosas: porque había conocido una cocina tradicional que normalmente no se ofrecía en los restaurantes de alta gama y porque había observado que había mucha gente local que se expresaba en su idioma. Es algo que le dio mucha satisfacción. En estos casos, siempre me suelo acordar de la estrofa del Gernikako Arbola de Iparragirre: “Eman ta zabal zazu munduan fruitua”: Si no somos fieles a lo nuestro, si no aportamos lo nuestro allá donde vamos, poco tenemos que hacer en este mundo.

El suyo ha sido el más tradicional de los restaurantes de la ‘galaxia Michelin’. Llegaron a tener dos estrellas…

—Lo que sucedió con esa segunda estrella es que en una ocasión el presidente de la Michelin nos dijo que teníamos que darle una vuelta de tuerca al negocio, llevar a cabo una serie de cambios… y yo le contesté que no íbamos a hacer nada porque una guía nos lo pidiera, que lo que tuviéramos que hacer lo haríamos por nuestros clientes, que nos habían sido fieles toda la vida y que dábamos mucha más importancia a nuestros clientes que a las estrellas. Al parecer le hirió porque ese año nos quitaron la segunda estrella. Y no pasó nada, ya que los clientes siguieron viniendo, la gente se solidarizó con nosotros y llegamos incluso a trabajar más que con las dos estrellas. No niego que me siento orgulloso de los 36 años que he mantenido una estrella Michelin y de los 16 que pasamos con dos, pero nuestra gran estrella es la gente que nos ha sido fiel durante 52 años.

¿Qué le diría a los jóvenes que empiezan ahora en la profesión?

—Les diría que no se obsesionen con las estrellas y con la fama. Que el trabajo de cocinero no tiene nada que ver con MasterChef, que es un programa muy entretenido y muy bien hecho, pero que no refleja la realidad de la cocina. Les diría que lo primero es trabajar, hacer lo mejor posible los platos y tener contenta y feliz a la gente que les viene todos los días.

¿Con qué se queda de estos 52 años?

—Sobre todo con el cariño de la gente, con la fidelidad de los clientes, con el agradecimiento que hemos recibido continuamente por parte de ellos. Un cocinero no puede pedir mucho más a la vida. Familiarmente, me quedo, por supuesto, con la figura de mi madre, que me inculcó la idea de que el sacrificio merece la pena. He seguido sus enseñanzas a rajatabla y he comprobado que, efectivamente, nuestro trabajo ha merecido la pena. Si ella pudiera ver a lo que hemos llegado, se pondría a llorar de satisfacción. Y, por supuesto, me quedo con el gran trabajo que ha realizado todo nuestro equipo durante todos estos años y, cómo no, con este final que está siendo tan emocionante y con tantas muestras de cariño. Es la muestra más clara de que ese sacrificio del que hablo no ha sido en vano.

¿Y ahora, qué?

—Ahora, espero tomarme la vida con más tranquilidad y descansar más. Dicen que no es fácil desconectar del todo cuando toda la vida has hecho lo mismo. Y yo toda la vida, sin necesidad de despertador, ya estaba despierto a las 7.30 para empezar a trabajar. Sin embargo, el pasado 24 de diciembre decidimos no dar comidas para tener más tiempo para preparar la cena de la familia. Así que me fui a la cama sabiendo que el día siguiente, el 24, iba a tener un día más relajado. Pues bien, ha sido el primer día de mi vida que me he despertado a las 9.15, durmiendo casi dos horas más de lo que he hecho siempre. Eso me hace pensar que a partir del 1 de enero mi vida será más tranquila. Todo no cambiará, tendremos compromisos que nos harán cocinar, pero espero poder descansar más. Quiero ir al monte, quiero pasear por los pueblos de los alrededores, las playas… porque durante todos estos años no he tenido oportunidad de ver cómo han cambiado. A partir de mediados del año que viene ya iremos a Canarias, a Japón, a Corea o a donde nos quieran invitar, pero primero quiero conocer mi casa.