El papa Francisco volvió a pedir la semana pasada a los obispos que reconozcan los fallos de la Iglesia en la prevención de abusos a menores. Ha advertido incluso de que el futuro de la Iglesia católica depende de la actitud hacia las víctimas de la pederastia clerical. Un mensaje que parece ir calando en otras latitudes, algo que "aquí no ocurre", constata Gema Varona, profesora de Victimología y de Política Criminal en la UPV/EHU. "La respuesta no ha sido la adecuada desde hace mucho tiempo, y entretanto el daño de las víctimas es tremendo", lamenta esta doctora que lleva años investigando las secuelas de esos abusos sexuales.

¿Cómo definir la actual situación?

—Aunque se han dado pequeños avances, sigue faltando mucha transparencia. No es suficiente con publicar los protocolos de prevención aprobados por las diócesis y órdenes religiosas. Se plantean respecto al futuro, ¿pero qué ocurre con lo que sucedió? No se aborda la reparación a las víctimas. De hecho, no hay apenas datos sobre las investigaciones en el seno de la propia Iglesia.

¿Qué datos conoce?

—Hay un informe de los jesuitas, el único en España, muy breve. Hay que alabar su carácter pionero al contabilizar el número de víctimas: 81 casos de menores de edad y 37 adultos sometidos a abusos sexuales en el Estado por parte de 96 religiosos de esta orden, la mayoría en colegios y entidades educativas, entre 1927 y 2020. A nuestro entender, es un número muy escaso en comparación con otros países. Falta transparencia.

¿Es cierto que las diócesis españolas les negaron datos para la investigación en la UPV a pesar de contar con una carta del nuncio papal?

—Hemos solicitado esos datos en dos ocasiones. La primera, por parte de la UPV y con el apoyo del nuncio, en 2014. Se celebraba un seminario al que acudieron expertos de investigación de diversas universidades de todo el mundo. Fue entonces cuando pedimos información a todas las diócesis pero no hubo casi respuesta. Nos dijeron que no tenían constancia de nada, o que eran datos que pertenecían al archivo secreto. Eso sí, las conclusiones de aquel seminario se le dieron en mano al papa. La respuesta de las diócesis fue un tanto contradictoria, porque tras la negativa algunas de ellas hicieron públicos algunos datos.

Han transcurrido siete años desde aquello. ¿Qué cambios se han operado en el seno de la Iglesia?

—No nos conocían en ese momento y había que ganarse la confianza. Hemos tratado de colaborar en todo momento. En la UPV no tenemos un afán anticlerical. Somos una universidad y tratamos de hacer investigación. Es decir, ser objetivos desde la hipótesis de que la victimización sexual existe en todas las instituciones, incluyendo a las órdenes religiosas de todo el mundo. Podemos hacer estimaciones, pero nunca vamos a conocer la foto real. Menos, si la respuesta no es la adecuada desde hace mucho tiempo. Queremos arrojar luz y para eso hace falta que la institución actual se haga cargo de lo que ocurrió.

¿Y no está por la labor?

—Tiene que dar un paso al frente, y no es suficiente que lo haga sola. Es necesaria la colaboración de evaluaciones externas para que tengan legitimidad y sean independientes. Se trata de buscar las respuestas adecuadas con datos científicos que permitan depurar responsabilidades. No es fácil, exige coraje, pero es un paso adelante que han dado otros países. En EE.UU. o Alemania, por ejemplo, lo han hecho con la colaboración de universidades. También han avanzado en Irlanda del Norte, Bélgica, Holanda o Francia. Aquí cada diócesis ha creado comisiones y cada orden religiosa está haciendo cosas por su cuenta, algo injusto con las víctimas.

¿Por qué?

—Porque la respuesta no puede depender de si una orden religiosa está siguiendo un programa de justicia restaurativa o no. La garantía no puede depender de dónde te encontrabas cuando ocurrieron los hechos. A las víctimas les crea una sensación de desamparo mucho mayor.

En los últimos años hemos asistido al torrente de información de otros países. Un documento filtrado a la prensa alemana detalló, por ejemplo, la magnitud espeluznante de los crímenes, con 3.677 menores que sufrieron abuso. ¿Cuántos cree que podría haber en Euskadi?

—En la investigación conjunta que llevamos a cabo con la Universidad Oberta de Catalunya y la de Barcelona, esta última hizo una comparativa entre víctimas de abusos sexuales en otros contextos, como el familiar, y los de la Iglesia. Son pocas las personas afectadas que respondieron del País Vasco. En la UPV sí hemos hecho entrevistas en profundidad y hemos organizado grupos de discusión con víctimas de la CAV y de Navarra.

¿Y qué trasladan?

—Es curioso observar cómo en Navarra existe un movimiento asociativo que no hay en Euskadi. Hay víctimas del País Vasco que pertenecen a otras asociaciones de carácter más estatal, y otras que van surgiendo a raíz de casos como el de Juan Cuatrecasas, el joven que fue víctima de abusos sexuales en el colegio Gaztelueta de Leioa, del Opus Dei.

Lleva años investigando las secuelas en víctimas de abusos sexuales. ¿Qué características tienen las que han sufrido a manos de la Iglesia?

—Se produce un daño espiritual, una quiebra de la propia identidad y de la confianza en el mundo, culpabilidad y vergüenza. Además, se le dice a la víctima que por qué no ha denunciado estos hechos antes. Como bien dice Juan Cuatrecasas, "no se denuncia cuando se quiere, sino cuando se puede". Si la sociedad no tiene una buena formación, si no se imparte una buena educación en los colegios y se entiende como algo sucio que hay que esconder, es muy complicado que aflore la verdad.

Muchas víctimas hablan del terror a esa "sombra negra"...

—Sí, es como romperse como persona. Hay una quiebra en la confianza en los demás. Las víctimas se preguntan que si un religioso es quien ha hecho algo así, alguien llamado a protegerle y educarle, qué no puede ocurrir con el resto de personas.

¿Y qué futuro les aguarda?

—Bueno, son personas generosas que han rehecho su vida pero con muchísimo dolor. Muchas de ellas necesitan un tratamiento psicológico muy costoso que nadie le sufraga. Hay quienes ni siquiera tienen acceso a ese apoyo y caen en adicciones, lo que complica su vida laboral.

¿Cuesta verbalizar tanto dolor?

—Hemos intentado recoger los testimonios de las víctimas en sus propias palabras porque lo expresan de un modo mucho más elocuente que cualquier elaboración académica. Sus metáforas son muy llamativas.

¿Cómo reparar el daño causado después de tanto tiempo?

—No se puede por la vía penal cuando el delito está prescrito, pero sí se podría seguir una línea parecida a la de la Fiscalía española con la memoria histórica. ¿Por qué no desarrollar aquí también programas específicos de justicia restaurativa? Qué mala respuesta a la víctima que su caso ya no tiene nada que ver con la Administración de justicia porque no se ha podido detener a nadie ni investigar.

Es como una doble condena...

—Sí. De ahí que se hayan aprobado leyes como la James Rhodes, el pianista británico residente en España desde 2017 que sufrió abusos sexuales de pequeño. Se trata de una ley de protección de la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que ahonda en que los plazos de prescripción sean más amplios.

Un debate, en todo caso, abierto.

—Sí, por un lado están los juristas que advierten de la dificultad que puede suponer juzgar un caso de hace muchos años al no hallarse pruebas. Las víctimas no lo entienden. La sociedad tiene un deber ético de reparación, pero sin dividir el mundo entre buenos y malos. Tampoco se puede estar a la defensiva. Hay que dejarse herir por las palabras de las víctimas. En un encuentro con representantes de la Iglesia de Holanda e Irlanda reconocían que hasta no escucharlas no vieron la dimensión de lo ocurrido.

Que no serán más que la punta del iceberg...

—Sí, desde luego. Es lo que denominamos la cifra negra, la victimización oculta. Es muy complicado saber lo ocurrido. Se necesitan más recursos y medios. Nuestro estudio se prolongó tres años y medio y tuvimos unos fondos bastante escasos. En todo caso, la primera vez que se han dado fondos públicos para un proyecto de estas características. Se necesita la colaboración de la Iglesia. Ahora bien, sin ella, el estudio ha conseguido indagar en esa victimización oculta.

El papa habla estos días del deseo de "un cambio real y fiable".

—La Iglesia debe enfrentarse a sus miedos. Cosas más difíciles ha hecho la propia institución. Como ha dicho algún experto, puede ser la oportunidad de regeneración. Se ha hecho poco, pero creo que estamos a las puertas de ver cosas muy luminosas. Dentro de la Iglesia también hay personas con un gran coraje institucional y personal que están impulsando programas de justicia restaurativa.

¿Ustedes van a seguir investigando?

—Sí, el año que viene el Kursaal de Donostia acogerá un congreso en el que participarán expertos internacionales sobre abusos. La cita es en junio, y el encuentro supone la continuación del que tuvo lugar en 2014 en Oñati, del Instituto Internacional de Sociología Jurídica. Habrá colegas extranjeros de los cinco continentes.

"Otros países han dado un paso adelante pero aquí cada diócesis hace las cosas por su cuenta, lo que resulta injusto con las víctimas"

"No se denuncia cuando se quiere sino cuando se puede, y es difícil hacerlo si la sociedad tiende a estigmatizar todavía más"

"Se produce una quiebra en la confianza en los demás, en el futuro. Se pierde la esperanza de salir de esa sombra negra"