La pesadilla continúa. Camino de completar la cuarta semana de confinamiento por coronavirus y con la mosca detrás de la oreja porque el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, dejó entrever el jueves que aún nos quedan, por lo menos, otras cuatro por delante, los vizcainos vivimos resignados entre cuatro paredes, mientras las calles de la capital bilbaina se despiertan, se desperezan y vuelven a caer en un sopor letárgico del que escapan momentáneamente a las 20.00 horas, cuando los aplausos rompen la monotonía del tiempo inexorable, antes de bajar sus persianas para vivir las noches más tranquilas y silenciosas.

Como si el tiempo se hubiera detenido hace 45 años, pero sin procesiones ni oficios religiosos. Bilbao vivió el jueves la primera jornada festiva de Semana Santa como si una bomba de neutrones hubiese acabado con sus habitantes. Desde la Plaza Circular, don Diego López de Haro asistió atónito a una escena que no recordaba. Solo unos taxistas, refugiados en la sombra, le hacían compañía en el punto de encuentro del Bilbao antiguo y el moderno.

Lo que parecía una distopía

El Puente de El Arenal, la Plaza Nueva y el Puente del Ayuntamiento también fueron testigos de imágenes que hace solo un mes habríamos considerado distópicas, pero que el coronavirus ha convertido en el pan nuestro de cada día.

También la explanada del Museo Guggenheim, en otro tiempo aún cercano punto de reunión de turistas de toda procedencia, presentaba un aspecto fantasmagórico. Puppy no encontró a nadie que quisiera sacarlo a pasear y dejó escapar alguna furtiva lágrima.

También la Plaza Moyúa, que los bilbainos veteranos conocen como Elíptica, y el cercano Puente de La Salve eran un remanso de paz. Ni coches, ni autobuses, ni camiones ni peatones, como refleja el reportaje fotográfico de Pablo Viñas que acompaña estas líneas, postales desérticas para una pandemia.