A última compra se nos quedó corta. Cada vez que salimos a comprar intentamos traer víveres suficientes para aguantar, por lo menos, una semana sin salir de casa. Se trata de minimizar las opciones de estar en contacto con el virus. Pero esta semana no hemos calculado bien. A ver, que si teníamos que estar cinco días más sin salir, yo creo que aguantábamos, pero en cuatro días ya no teníamos yogures, fruta y alguna cosilla más. Así que ayer decidimos salir otra vez a comprar. El lunes fue mi mujer, que ya les conté que vino muy afectada y estresada por el contexto. Así que me preparé para una nueva expedición.

Hasta ahora habíamos hecho la compra en los supermercados de la aldea, pero ayer valoramos que me acercara hasta un centro comercial. ¿El motivo? Hacer acopio de material para manualidades, una actividad que nos está matando muchas horas del confinamiento. En los supermercados de pueblo no hay rotuladores, ceras, témperas, cartulinas… Mi mujer elaboró una extensa lista de la compra. Tan extensa que decidí llevarme el coche grande, por si acaso. Y también me llevé una lista aún más larga de instrucciones: “Tráeme el fregasuelos de esta marca que pone azul Klein en el envase. Cuando estés allí llámame y te enseño cuál tienes que coger”.

El centro comercial desierto impresionaba, pero me sorprendió comprobar que en el supermercado había de todo. No compré, porque estábamos ya servidos, pero lo cierto es que ver el pasillo del papel higiénico con todas las estanterías llenas hasta arriba me alivió bastante. Fue una pequeña muestra de que estamos saliendo adelante. Solo detecté una carencia: el pan de molde. En cuanto al resto, sin problema.

Llegué a casa satisfecho y tan feliz con mis cuatro bolsas de rafia repletas de víveres y cartulinas de colores. De la misma tiré toda la ropa a la lavadora y me metí a la ducha, como si viniese de desinfectar Chernobyl. Y hasta ahí llegó mi espejismo de felicidad.

En cuanto salí del baño: “No se te puede mandar a la compra, voy a tener que ir yo, aunque esté agorafóbica perdida. Yo no sé para qué te digo las cosas. Te he dicho que me llames cuando vayas a coger el fregasuelos y tú no llamas. Y ahora me traes uno que no es, que tiene un olor que no me gusta nada. Y esto es una tontería, ya lo sé, pero estoy encerrada y esto ahora me parece un mundo. Y me cabreo”. Yo, mientras escuchaba, me imaginaba a Mercedes Milá explicando que dentro de la casa de Gran Hermano todo se magnifica. “Pero a ver, me has dicho la marca y el bote de color azul brillante. Además, lo pone en el envase: cian”. “¡Klein! ¡Te he dicho Klein!”. Sí, me había dicho Klein, pero cuando vi la misma marca de fregasuelos con el nombre cian, y al lado otros dos rosa y amarillo, pues yo lo vi claro: me había querido decir cian. Pues no. ¿A qué cretino de marketing se le ocurre hacer dos fregasuelos azul cian y azul Klein? ¡Con la de colores que tienes para elegir, imbécil!

Así que terminé el día con cara de amargado. Más cuando a la noche, viendo la televisión, mi mujer cogió el mando y quitó airada un programa en el que estaba hablando un tipo mexicano al grito de: “¡Estoy cansada de escuchar a gilipollas todo el día!”