E pequeños en mi cuadrilla de amigos estábamos todos locos por la lucha libre, ese teatro en el que gigantes con disfraces se pegaban tortas a diestro y siniestro. El mejor día era cuando hacían lo que se llama royal rumble. Consiste en que más de una veintena de luchadores que se pegan a la vez sobre el cuadrilátero. Un caos de mamporros en el que los luchadores son eliminados según les van dejando K.O. o los sacan fuera del ring. Pues bien, ayer en mi casa fue el día del royal rumble. Hubo golpes para todos.

El plan inicial contemplaba que mi mujer se aislaba para trabajar y yo entretenía a los niños. Lo primero que hicimos fue darle una tarea a Malen: rellenar una ficha diaria como la que hacen en el colegio todas las mañanas con recuento de asistentes, día del calendario, su estado de ánimo, el día de la semana y el clima. Eso, junto a unos sellitos de unicornios y corazones, te roba media horita. Ese tiempo lo utilizamos el enano y yo para jugar con los muñecos de lucha libre y Moio, una de las gatas. No le gustó el plan. A la gata, digo. A mi hijo le encantó.

Después salimos al jardín a jugar al escondite. Aquí llegó el drama. Jugamos tres o cuatro veces. La verdad es que es divertido. Pero me vine arriba y todo terminó mal. Se quedó Malen contando con los ojos tapados y yo cogí a Lur en brazos para escondernos en algún rincón. En el último segundo cambié de opinión y salí esprintando. No, no soy el más ágil de mi generación. En ese reprís me patiné con la hierba y me pegué un leñazo de campeonato. El pobre niño salió disparado de mis brazos. Fue medio segundo, pero en mi cabeza lo veo a cámara lenta. Lur aterrizó con las costillas y la cabecita contra la hierba. En un segundo tuve dos pensamientos. El primero, que se había roto la crisma. El segundo, que yo iba a ser el bobo que en plena epidemia aparece en urgencias con el niño partido en dos por jugar al escondite.

Lur se puso a llorar como si se hubiese dado el hostiazo de su vida, literalmente. Lo cogí en brazos mientras mi corazón iba a mil. De pronto apareció mi mujer con una onza de chocolate en la mano y el niño dijo que no le dolía nada. ¡El muy cabrón es de goma! Y ahí estaba yo con todo el pantalón y la sudadera marcados de verdín y tierra y con el antebrazo ensangrentado por un rasponazo que me va a doler toda la semana. ¡Y sin chocolate!

Más tarde, jugando a un juego de mesa, los dos críos se agacharon a la vez y chocaron las cabezas. Otra vez a llorar. Yo ya decidí que lo mejor que me podía pasar era aislarme para trabajar un poco, pero toda la tarde escuché de fondo los gritos de Lur en la lejanía. Miedo me daba asomarme al salón para preguntar el parte de incidentes.

Una de las cosas malas de este confinamiento es que todos los problemas que existían antes del coronavirus, aunque no nos acordemos de ellos, siguen ahí, esperando su oportunidad para decirte: "¡Eh, tú! Que todavía estoy aquí para complicarte la vida". Y encajas los golpes lo mejor que puedes para que la puta vida no te tire del cuadrilátero. Ni los problemas de la familia, ni la economía, ni los miedos ni los problemas del trabajo... Todos quieren participar en el cruento royal rumble y darte un buen sopapo.