TIENE los dedos de un pie encogidos, los pliegues de las muñecas y los tobillos rosados, una vena que se adivina en el pecho, esas uñas minúsculas imposibles de cortar... Hasta un remolino en el pelo. Da cosilla, pero cuesta resistirse a cogerlo. Está blandito y se desmadeja igual que un recién nacido. El tacto es suave como la piel de un bebé. Solo le falta respirar. Ni siquiera eso. La última creación de Clon Factory, la única empresa del Estado que fabrica muñecos hiperrealistas de silicona, simula inspirar y espirar con la misma naturalidad con la que succiona el chupete. Si no fuera porque está frío y permanentemente dormido, se antojaría un bebé de verdad.

Muevan la boca o no, el parecido es tal que a Olaia Merino, propietaria de una de estas obras de arte en pañales, le han llegado a reprender por la calle. “Un día que mi hija quiso sacar la muñeca y la llevaba yo cogida, me dice una señora: Cómo llevas a la niña con los pies descalzos. Le dije: Señora, es una muñeca, mire. Ay, ¿me puedo sacar una foto con ella? Y yo: Sí, sí”, cuenta esta coleccionista que, en su domicilio de Arrasate, tiene 59 criaturas de vinilo y silicona sobre una cama.

Lejos de esconder los muertos bajo la alfombra, en el estudio de efectos especiales que dirige Cristina Iglesias en Leioa son ellos los que dan la bienvenida. Un cuerpo de mujer desgarrado de la película Omnívoros, la réplica de los huesos de Lasa y Zabala, el cadáver del protagonista de Loreak... Una siniestra muestra que, recién atravesada la puerta, deja constancia, con pelos y señales, del bagaje de esta catalana, responsable de esta compañía especializada en maquillaje, réplicas humanas y animales para cine y publicidad.

En la pared de enfrente, ni rastro de calaveras, ni de tendones al aire. El mundo se vuelve de color de rosa entre cajas de ropita, bodis y complementos infantiles. Son de tamaño real. Igual que los Babyclon, los muñecos que desde hace tres años fabrican en este taller, a razón de 40 al mes. Ya han vendido 500 por todo el planeta, desde Estados Unidos a Japón o Emiratos Árabes, donde acaban de introducirse. “La empresa de mensajería nos advirtió que si les ofendía algo de la muñeca, no pasaría la aduana, pero al final no hubo problema. Ya tenemos abierto el mercado en todo el mundo, menos en Alaska”, anota Cristina.

Los nueve trabajadores de la empresa manipulan los cuerpecillos como si tal cosa, pero quien los ve por primera vez no puede quitar ojo a esa recién nacida que sestea sobre una balanza o al bebé Avatar de orejas puntiagudas que descansa con los pies colgando sobre una estantería. Todos, prematuros o rollizos, caucásicos o mulatos, humanos o fantásticos, están fabricados con silicona de platino, la misma que se utiliza en las operaciones de cirugía estética. Un material flexible que permite apretarles los mofletes dejando al descubierto la lengua o entrelazarles los dedos de las manos. Nada que ver con el vinilo, el plástico con el que están elaborados la cabeza, brazos y piernas de la mayoría de los llamados muñecos reborn. “La silicona es igual de blanda que la carne y el vinilo es rígido. Además, los de vinilo tienen el cuerpo de trapo y no se pueden bañar. Los de silicona, en cambio, son de una pieza”, marca la diferencia Cristina.

Cada vez que se disponen a diseñar una nueva criatura, empapelan la pared con fotos de bebés reales para documentarse, coger referencias, medir proporciones... El muñeco va tomando forma esculpido en una plastilina más dura que la común. “Cuando ya tenemos todo el cuerpo modelado se hacen los moldes de fibra de carbono, reforzados con aluminio, para que aguanten las cien copias que realizamos de cada modelo”, detalla. Copias que se personalizan a gusto del cliente, que puede elegir desde el color de ojos y pelo hasta el de la piel. En un lateral del local, jeringuilla en mano, el hermano de Cristina, Eugeni, se afana en inyectar silicona en un molde. “Se rellena y, cuando sale todo el aire, se cierra y se deja secar de cinco a ocho horas dependiendo del tiempo, la temperatura y la humedad”, indica.

Ni nacen ni se adoptan, se venden Una vez se abre el cascarón, el muñeco pasa a manos de Irene Zamacona, una de las encargadas de reparar las juntas laterales, esto es, de retirar la silicona sobrante. Sobre su mesa de trabajo dormitan una docena de neonatos de ambos sexos como el molde les trajo al mundo. A algunos de ellos parecen estarles haciendo la acupuntura salpicados como están de alfileres. “Como es un trabajo muy detallista vamos marcando todas las imperfecciones o si tienen alguna burbujita para luego repararlas”, señala esta licenciada en Bellas Artes de Leioa. En un tupper se amontonan manitas de silicona con el puño cerrado, dispuestas para ser implantadas a demanda del consumidor, que también puede elegir entre orejas normales o de duende. Irene dirige un bisturí hacia unos labios sellados. “Suelen venir con la boca cerrada, la abres, les pones la lengua e incluso les haces la forma del paladar”, explica en plena intervención quirúrgica. También les hacen una pequeña incisión para insertarles un chip que garantiza su autenticidad.

A diferencia de alguna de sus compañeras, Irene no ha tenido la tentación de llevarse un Babyclon debajo del brazo. Solo lo ha hecho por motivos de trabajo. “Mi madre lo ve y está encantada. Es curioso, cuando la gente lo coge por primera vez le entra la ternura de cogerlo como a un bebé. A mí ya no me pasa. Al final todos los días con ellos...”.

De la mesa de operaciones los muñecos pasan a la sala de pintura, donde la italiana Micky Paiano, protegida por una mascarilla, les proporciona el tono de piel elegido por el cliente. “A veces lo quieren muy clarito, con muchas venitas, dependiendo del gusto”, apunta Cristina. Luego vienen los detalles: las rojeces, el sonrosado de los talones o los labios... “Hay quien te pide que tenga una peca aquí, una mancha allí o un arañazo. Es gente muy coleccionista. Al que compra el primero no se le ocurre”, comenta Cristina.

Puesta a pensar en lo más curioso que le han solicitado, no duda. “Una clienta me compró una sirena y luego me pidió una cola de sirena para ella para meterse en la piscina con la muñeca”, cuenta, mientras uno de sus empleados trabaja minuciosamente en el busto escamado de un alien. También les han solicitado una prótesis de pierna, un muñeco para realizar prácticas de premamá en un hospital o una réplica del rostro de una persona, “con sus capas de piel, grasa y músculos, para hacer una reconstrucción facial en ella antes de con el paciente de verdad”.

Los ojos o el cabello -liso, rizado o con coletas- terminan por dotar de personalidad propia a cada pieza, junto con la ropa o los pendientes. “Se pone pelo a pelo, con el remolino y todo. Nosotros no podemos tardar más de dos días en ponerlo. Sería lo que se llama un rooting de calidad media. Si quieres que sea excelente, tardaríamos semana y media. Depende de si el cliente quiere pagar un poco más o no”, señala Cristina.

Los modelos ya existentes pesan entre 2,4 y 4 kilos y miden entre 46 y 51 centímetros. También pueden hacer clones a la carta con el rostro y las características de un bebé determinado, pero lógicamente el precio sube de los 1.190 euros que cuesta uno de sus diseños a los 3.500. El animatrónico, que respira y succiona el chupete, cuesta 4.000. “Hemos hecho cinco y tenemos ya dos a punto de entregar. Si en unos meses no dan problemas, sacaremos las otras tres a la venta”, avanza Cristina, quien advierte que, dada la fragilidad del mecanismo, procurarán vendérselas a coleccionistas que las sepan cuidar. No sería la primera vez que le llaman diciendo que “en el cuello se le ha hecho una rajita. ¿Quién lo tiene, la cría? Es que qué quieres que te diga, seguramente lo estará cogiendo de la cabeza”.

Si los fabricaran de uno en uno de principio a fin, partiendo de un molde hecho, cada muñeco les llevaría en torno a una semana, pero al trabajar en serie tardan unos dos meses en fabricar entre 60 y 80. “Tenemos lista de espera hasta agosto”, advierte Cristina, mientras Álvaro Fraile envuelve un muñeco en un empapador y lo introduce en su caja junto con un neceser, un jabón, un chupete, un pañal y una pequeña toalla, además de las instrucciones y el certificado de autenticidad, “que no cartilla de nacimiento, ¿eh?, porque esto no nace ni se adopta. Esto se fabrica y se vende”, subraya Cristina, que ahora trabaja en réplicas de perros para un parque temático de Panamá y tiene en mente realizar monos o gatos egipcios e incluso bustos de personas reales. “Yo quiero hacer mi clon y cuando sea vieja, decir: Mira, hijo, yo era así”, dice Cristina. “Yo tenía que habérmelo hecho un pelín antes”, contesta entre risas Micky.

“Si quisiera, tendría otro hijo” Olaia Merino ha acudido al taller, acompañada de su marido y su hija Haizea, para recoger la última joyita de su colección, una muñeca de mirada profunda y coletitas respingonas que tendrá que hacerse hueco entre su más de medio centenar de ejemplares. “Tengo 50 de vinilo y 9 de silicona. Mi preferida es una negrita de Babyclon. Se llama Luna y es mi niña. Si me tuviese que deshacer de todos, me quedaría con esa. Para mí es sagrada, no me preguntes por qué”, confiesa esta vecina de Arrasate, que se inició en esta afición a raíz de una enfermedad. “Me dijeron que hiciera algo manual y, como me gustan los muñecos, me apunté a un curso para hacer bebés de vinilo. Me transmiten amor, yo lo hago con cariño y me gusta”, relata.

Olaia no es la única a las que estos muñecos han resultado de ayuda. De hecho, ella misma ha vendido un ejemplar de vinilo para una persona enferma. “Me lo pidió un doctor para una señora de 90 años que tenía Alzheimer. La señora lloraba de la emoción de tener un bebé para ella y no es porque no tenga hijos. Tiene hijos y nietos, pero es un entretenimiento, le sirve de terapia”, dice.

Olaia tiene ahora entre manos unos gemelos de vinilo. “Compro el kit, que trae la cabeza, las piernas y los brazos, y le voy dando capas de pintura. Cada dos capas, al horno. Tiene muchísimo trabajo, hay que pintar la piel, las venas, injertar el pelo uno a uno con una aguja, hacer el cuerpo, meterle el relleno...”, detalla esta coleccionista, que acaba de hacer un curso para aprender a pintar modelos de silicona. “Con estos la gene flipa”, reconoce.

Cristina, la alma mater de estas criaturas sin carne ni hueso, estima que aproximadamente “el 30% de la clientela son madres o abuelos que se juntan y compran los muñecos para las crías. El otro porcentaje suelen ser mujeres, la mayoría coleccionistas”. En este último perfil encaja Olaia, una apasionada de los reborn que hacen las delicias de su hija de 5 años, que es la que les suele poner los nombres. “Normalmente no los saco a la calle, salvo algún día que la niña quiere llevar alguno al parque. Imagínate lo que presume. ¿Qué niño tiene un muñeco de esos? A veces les cambiamos de ropa o le da el biberón a alguno porque le hace gracia que haga pipí, pero luego me los respeta, sabe que no son juguetes, que tienen muchísimo trabajo”, aclara. A su marido, que aguarda pacientemente mientras ella saluda al personal del taller, “como mucho” le suele pedir opinión sobre el color de ojos o pelo de los muñecos en los que trabaja y que dentro de un mes expondrá en una feria.

Consciente de que muchos creen que las mujeres que compran estos muñecos los tratan como si fueran bebés de verdad, Olaia pone todo su énfasis en aclarar que ella “ni los saca de paseo en un carro ni les está todo el día mirando o cogiendo, como sacaron en ese programa de televisión”. “Es un hobby y a mí hacerlos me da vida porque me distrae. Yo colecciono muñecos porque me gustan, pero es como el que colecciona otra cosa. Yo tengo a mi hija. Si quisiera, podría tener otro hijo. No tengo necesidad de tener muñecos. Es la imagen que quisieron dar en su momento y ya está”.

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