Bilbao. María Ángeles Elizondo tenía anunciada la muerte por el peor de los heraldos: un cáncer voraz. Con once años de trabajo en el restaurante Etxanobe (diez de ellos como maitre...), el chef Fernando Canales tuvo uno de esos gestos de justicia poética tan conmovedores: invitarla a comer, junto con la hija del propio cocinero, al restaurante parisién de Michel Gérard. Era una hermosa despedida, el almuerzo del adiós a una mujer que le dio todo su esfuerzo. En un momento de la suculenta comida, María Ángeles se conmovió y un reguero de lágrimas corrió por sus mejillas. Canales, intentó el consuelo desde la comprensión. "Es lógico que llores así", le dijo. "Tiene que ser un momento emotivo para ti". Ella levantó la cabeza y, conmovida, le preguntó: "¿Has visto qué camareros tan fabulosos tienen?".

Por esta y otras historias, Fernando Canales jamás olvidará a aquella mujer que en 1999 se embarcó en la aventura del restaurante Etxanobe, procedente del Ikusgarri de Deusto, su penúltimo destino. Tenía medio siglo de vida (falleció con 61 años el 21 de abril) y trajo consigo un corazón inquebrantable "y una de esas sabidurías naturales", recuerda Fernando Canales. Bastó un año para que María Ángeles se hiciese con el mando de los salones. "Era una mujer increíble: jamás pedía un día libre; nunca estaba cansada ni tenía queja alguna por la sobrecarga de trabajo", musita Canales cuando el recuerdo comienza a asfixiarle la voz. Lo explica con un ejemplo. "Cuando empezó a sentirse mal, le acompañamos al médico. No tenía buena relación con su familia, no sé por qué, y quería compañía. Cuando sacó la tarjeta de la Seguridad Social estaba caducada. No la había usado en treinta y tres años y se mantuvo al pie del cañón hasta cinco días antes de morir...".

Más allá de la resistencia maratoniana, el secreto de María Ángeles Elizondo era su sigilo. "Tenía el don de hacerse con el corazón de los comensales y con sus compañeros sin esfuerzo aparente", aseguran quienes la conocieron. Fernando Canales revisa, de nuevo, el álbum fotográfico de la memoria. "Sin que ella me viese, le escuché un día hablando con una camarera. Acababa de levantarse de la mesa una pareja y ella apremiaba a la trabajadora: Date prisa y deja la mesa impecable. Ahora es nuestra pero en nada será del cliente que llegue y no podremos hacer nada. Fue maravilloso".

No es un salmo elogioso, ni un epitafio sentimental. Es una verdad como un puño: María Ángeles Elizondo era la gran capitana. Tal es así que en el equipo que logró formar, un fabuloso ejército de camareros y sumilleres, aún se recuerda su impronta. De nuevo asalta la nostalgia, un perro que le muerde los talones a Fernando Canales cuando se le piden recuerdos. "No una sino mil veces pasó lo mismo: sonaba el teléfono a media mañana en el restaurante y yo descolgaba. ¿Está María Ángeles?, preguntaban. Yo decía que no, pero que yo podía ayudarle. Ya sé quién eres, Fernando, pero no quiero hablar contigo... ¡Necesito a María Ángeles!".

El desgarrado adiós de María Ángeles ha dejado huella. Entre los preciados tesoros de su última casa, encoge el corazón la carta de una comensal anónima. "Persona de un trato exquisito, acogedora, discretísima, muy humana y cercana de un trato correctísimo, casi silencioso, sin dejar un segundo de acompañar desde que se entraba en el restaurante (...) no era en lo más mínimo artificioso, y sentí que salía de dentro, fue cercano, muy agradable y reconfortante (...) La bella persona que nos recibió aquel mediodía, con la suavidad propia de la casa de nuestra amama, el no dejarte ni un segundo descolocado (...). Teníamos, desde entonces, pendiente volver para disfrutar de una comida familiar especial todos juntos y en la terraza como ese día, pero no podrá ser. La presencia tan suave de doña María Ángeles, fue lo que hizo la comida tan especial". Hoy tocan manteles negros.