Ojito con la dichosa Jornada de Reflexión. Cuidado con pasarse. Que la falta de costumbre nos puede conducir al borde del abismo. Sobre todo a las gentes de mediana edad. Se quedan en ese limbo varios miles tras cada proceso electoral. Aunque las autoridades sanitarias se empeñen en ocultarlo.

A priori parece positivo que la campaña pare 24 horas antes de la cita con las urnas. Cuidado, solo a priori. Vivimos buceando en un entorno tan plagado de estímulos que podemos sentir una especie de horror al vacío si nos tomamos en serio lo de la maldita reflexión.

Hoy, todos los mensajes nos invitan a la pausa, a pensarnos el sentido de nuestro voto.

¿Y quienes ya lo han hecho? Póngase en el lugar de esa persona responsable que lo ha cotejado todo, ha metido los datos en una tabla de Excel y, al final, le ha salido que conviene apoyar a Tuercebarras. Suponga que, debido a la presión del entorno, esa persona decide reflexionar. Apaga su móvil, desconecta el PC, la tablet, el sistema de videojuegos y los juguetes sexuales y se lanza al proceloso mar del pensamiento. Y piensa. Piensa.

Le da vueltas a la vida en general, a la suya en particular, al misterio del tránsito del tiempo, a la inmensidad de la oscuridad espacial. En esa espiral estupefaciente generada por el abuso de la reflexión, se baja un libro electrónico, concretamente El concepto de la angustia, del filósofo danés Søren Kierkegaard. Está científicamente demostrado que la lectura de Kierkegaard resulta adictiva, aunque no tanto como meterse entre ceja y ceja un buen tomazo comentado de la Crítica de la razón pura del exacto Enmanuel Kant.

Sabido es que las mezclas pegan más. Y nada pega tanto como mezclar la filosofía germana del XVIII con la nórdica del XIX. Un pelotazo. Mucho más fuerte que el sol y sombra. Y, en ese momento, en plena sobredosis de idealismo, hay quien escucha la voz de Carl Sagan disertando sobre la materia oscura. Se dan casos de gente a la que, tras una reflexionada sin control, se le aparecen a la vez Carl Sagan, Morgan Freeman, en su vertiente de presentador de documentales metafísicos, y Jordi Hurtado. Se trata del punto de no retorno. Ya no volverán a ser como antes. Quizá se divorcien. Puede que dejen el empleo en una gran corporación, con 15 pagas, para montar un chiringuito vegetariano en Ibarrangelua. O para hacer el Camino de Santiago en alpargatas.

Háganme caso. Reflexionen, pero sin pasarse. En esta sociedad de lo instantáneo y del estímulo externo permanente, carecemos de costumbre. Empiezan a aparecer ya estudios médicos que describen a los reflexiocoholics.

Abogo, sin tapujos, por la Jornada de Reflexión de seis horas. Un periodo acorde para este tiempo nuestro de redes sociales, apps para todo, música pregrabada y comida precocinada lista para darle un meneo en el microondas y devorarla sin contemplaciones acompañada con un vaso de leche de soja.

En las antípodas se sitúa la Jornada de Reflexión de candidatas y candidatos. Amanecen tras quince agotadores días de memorizar discursos, repetir argumentos y luchar contra el estrés. Y aún así deben mostrar al mundo que salen a correr, o plantan matas de tomate en el jardín o pasean a una perrilla adoptada de un centro de acogida. Pero, en realidad, es como si padecieran la resaca de una despedida de soltera o soltero que se ha prolongado durante dos semanas. Eso no hay cuerpo que lo aguante. Y existe un caso más duro: quienes encabezan listas de Ciudadanos sufren una resaca propia de funeral irlandés.