LOISA, siempre vestida de negro, no faltó ni un solo día al cementerio de Polloe. Solo dejó de hacerlo cumplidos los 81 años. Se pasó la vida sufriendo, aferrada al recuerdo de su hijo muerto. Hay asesinatos que suscitan condenas unánimes y otros crímenes que, de alguna manera, se perpetran en diferido, a cámara lenta, lo que parece rebajar la gravedad de unos hechos que con el tiempo casi nadie recuerda. Francisco Javier Rueda, el hijo al que Eloisa lloraba a diario en el camposanto, falleció con 24 años, ocho después de ser brutalmente agredido por el ultraderechista Batallón Vasco-Español. La herida abierta hace ya 41 años no se ha cerrado desde entonces.

La semana pasada, el Ayuntamiento de Donostia colocó una placa en recuerdo de María José Bravo, la novia de este donostiarra de 16 años. Ambos tenían la misma edad. Las familias se conocían y tenían vínculos de amistad.

La pareja paseaba aquel fatídico 7 de mayo de 1980, fecha de un crimen que nunca se investigó. “A ella la violaron y la golpearon hasta la muerte. A mi tío, lo tiraron por un barranco y lo dieron por muerto después de hundirle el cráneo. Falleció ocho años después, pero los dos son víctimas del terrorismo de Estado”. Oihana Rueda, su sobrina, habla claro.

El de su tío fue un tema tabú en la familia por mucho tiempo hasta que dejó de serlo. “Las tres hermanas siempre hemos sido muy preguntonas, y queríamos saber qué había pasado”, rememora Rueda, a la que marcaron en su adolescencia aquellas conversaciones que por fin permitieron correr el velo que disfrazaba la dolorosa verdad.

A Eloisa, “la yaya”, la recuerdan siempre vestida de negro, llorando, aferrada a la foto de su hijo pequeño. Oihana rescata del pasado la imagen de su tío postrado en la cama, “malito”, cuando su porvenir había comenzado a quebrarse tras aquella brutal agresión que nadie entendió y que provocó la indignación del barrio de Loiola, que se echó a la calle en una manifestación multitudinaria que partió desde el Boulevard y terminó con cargas policiales.

Guarda en su memoria otra foto más alegre, en la que se le ve con cuatro años haciendo un muñeco de nieve junto a Francisco Javier, Javi. “Nos enteramos por el periódico del homenaje que se le iba a rendir a María José la semana pasada. Nos pareció muy bien. Estuvimos en el acto pero nos sentimos un poquito dolidas porque ni siquiera se nombró a mi tío, y los dos son igual de víctimas”, explica.

Amnesia

Javi era su padrino. Un joven alegre, amigo de sus amigos y trabajador. El día del crimen María José y él habían acudido a la mutua Asepeyo de la Avenida de Madrid. El joven se había quemado la mano derecha en un accidente laboral y necesitaba que le hicieran la cura. Sentados en un banco de las campas de Zorroaga, uno frente al otro, fueron abordados. Al parecer ella se giró y gritó ante la inminente amenaza. Resulta imposible saber con certeza lo ocurrido porque a María José la mataron ese mismo día de varios golpes en la cabeza, y la amnesia nubló la mente de Javi durante los ocho años que siguieron al crimen. Lo único que recordaba, según relata la familia, es que después de dar una vuelta por Zorroaga con su novia, se sentaron y encendieron un cigarro. Poco después María José gritó y Javier cayó desplomado. “No sufrió una paliza como se ha dicho en alguna ocasión. Fue mucho más, una brutal agresión. El único fin era matarle, y por eso le golpearon hasta hundirle el cráneo y le tiraron por un barranco”, precisa su sobrina.

El cielo encapotado comenzó a descargar aquel 7 de mayo, y las gotas de lluvia que caían sobre su cuerpo inerte despertaron a Javi. Aturdido, con la cabeza ensangrentada, a duras penas pudo sortear el desnivel de tierra. “Vaya tajada lleva ese”, llegó a decir, en torno a las 19.20 horas, el secretario de la Misericordia, la primera persona que le vio. Javi se tambaleaba. Martín Casares, un aitona de la Residencia Zorroaga, fue el primero en socorrerle. Luego llegarían las monjas que le llevaron al hospital. “Siempre hemos pensado que hubo testigos de la ocurrido pero que nunca dijeron nada porque estaban amenazados”, sostiene la familia.

Javi no murió aquel día pero nada volvió a ser igual. Le hicieron la vida imposible, y se fue apagando lentamente. “Si hablas te mato”. Eso fue lo que le dijeron cuando trataba de reponerse del hundimiento craneal con fractura del hueso temporal, de su herida inciso-contusa en la frente, del hematoma en un ojo y de las raspaduras en espalda y extremidades. “Le amenazaron con ir a por la familia si contaba algo. Hubo vecinos del barrio de Loiola que hacían guardias para protegerle tanto en el portal de casa como en el acceso al hospital durante el tiempo que estuvo ingresado”, asegura Oihana.

Por si no fuera suficiente, tuvo que soportar “el calvario” de cubrir varias veces, “por imperativo militar”, el mismo camino que recorrió junto a su novia el día que sufrieron la agresión en Zorroaga. “Aquello fue un ejercicio de ensañamiento, hasta que un día mi tía Mila se plantó y les dijo que su hermano no volvería a ese lugar”. La familia quiere cicatrizar las heridas, pero pide verdad y justicia “porque solo salió a la luz pública la reivindicación del Batallón Vasco Español como autores del crimen, sin que nadie buscara nombres ni apellidos”. Rueda entiende que no puede haber víctimas de primera y de quinta. “Va siendo hora de que sean reconocidas igual que el resto. Hablamos de terrorismo de Estado, y de familias destrozadas por tanto sufrimiento”. La sobrina de Javi pide un reconocimiento porque “se necesita como parte del duelo. Sobre todo, por el sufrimiento padecido todos estos años atrás por mi abuela Eloisa, mi abuelo Felipe, mi padre Jose Mari, y mis tías Jone y Mila”.

“Va siendo hora de que este tipo de víctimas sean reconocidas igual que el resto; es terrorismo de Estado”

Sobrina de Javier