un niño. Dos guerras. Dos bombardeos sufridos en su persona con 11.400 kilómetros de distancia entre uno y otro. El primero en Bilbao en 1937 con cuatro años; el segundo en Manila, capital de Filipinas, en 1945, con trece primaveras. Se llamaba Gaizka, Gaizka de Rotaeche Amade (Erandio, 1932).

Hoy, a sus 88 años, retiene lo que él denomina recuerdos y flashes. “Lo más terrible de las guerras que me tocó pasar fue el bombardeo japonés sobre Manila. Quedé herido en un muslo y sin un dedo meñique. Y acabamos volviendo a Madrid. Nosotros también fuimos, como se suele decir, los últimos de Filipinas. En este caso, en volver”, bromea.

Su padre era un nacionalista convencido de clase media, “muy católico”. Siempre, según su versión, “gudari o militar o algo de eso. Le recuerdo uniformado y que me llevaba al Hotel Carlton, donde estaba el lehendakari Aguirre, a ver los desfiles de gudaris”. Hace así referencia a Manuel de Rotaeche y Sardo, quien sería autor en 1979 de Alkarrizketa: manual de conversación en euskera, catalogado como uno de los primeros de esta naturaleza. Por otra parte, su madre era francesa, Ana Amade Fournier, hecho que sirvió más adelante a la familia para poder exiliarse y tener casa de acogida al otro lado del Bidasoa.

La vida era tranquila en Erandio durante la Segunda República, o eso recuerda Gaizka. Con el golpe de Estado de los a la postre franquistas, llegaron -rememora- “los alborotos en las calles, la gente nerviosa”. A pesar de tener entonces cuatro años, nunca ha podido olvidar el estruendo de los bombardeos contra Bilbao. “Horrible”, silencia. “Encontrándome yo en la buhardilla de casa, creí notar una persona que había entrado a la habitación. Cuál fue mi sorpresa al ver a esa persona reflejada en un espejo frente a mí. Era mi imagen que se movía por los efectos de las bombas”, relata.

Los acontecimientos se precipitaron. Los antidemócratas entraron en Bilbao el 19 de junio de 1937. “Días antes de esa fecha, aita tomó la decisión de enviarnos a Iparralde. Fui con ama y mi hermano a casa de Memé, abuela francesa”, explica. En palabras de Rotaeche, zarparon en un destructor galo, “último barco con refugiados que partió de Bilbao, rumbo a Baiona. Comimos sopa de alubias”. También residieron en Donibane Lohizune, Kanbo y Biarritz.

Mientras afincaban residencia, su padre salió de Bilbao, atravesó la muga por los montes y se reunió con el núcleo familiar. Los gendarmes franceses le pidieron que entregase el arma que llevaba. “El revólver en cuestión había pertenecido a mi abuelo materno Pépé, que lo había utilizado durante la Primera Guerra Mundial. En Lapurdi vivieron de forma “muy austera”. El cabeza de familia necesitaba trabajar y no era empresa fácil en esos días en los que vientos de guerra corrían por toda Europa. “Recibimos ayuda del Gobierno vasco en el exilio y de nuestra familia, pero aita deseaba de todo corazón poder mantener a su familia dignamente”.

La oportunidad de progreso dejando atrás la Guerra Civil y la incipiente II Guerra Mundial se presentó en un destino poco común: Filipinas. Allí vivía un primo del padre. Había empleo para él en Aboitiz y Cía, fábrica conservera vasca instalada en el país asiático.

Pero había un handicap “gordo” que superar. Manuel no tenía pasaporte. “Así que su hermana, la tía Juani, le prestó el suyo y pudieron falsificarlo, sustituyendo Juani por Juan y añadiendo una foto. No sé cómo pudieron hacerlo, cambiar el nombre, pegar una foto, estampar un sello..., pero eran otros tiempos, y se logró”, describe.

Primero viajaron los trabajadores. Más adelante, las familias. “Pudimos abrazarnos los cuatro”. De Manila, les dieron residencia en un chalet de Cebú donde celebraron la Navidad de 1939. A finales de 1941, les destinaron de nuevo a Manila. “Nos encontrábamos allí el 8 de diciembre, cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbour”. Según su testimonio, a partir de esa fecha, empezaron los bombardeos japoneses sobre la capital. Los nipones habían desembarcado en Luzón y avanzaban en su conquista.

“Fuimos espectadores privilegiados de los bombardeos y de la caída de Manila en poder nipón” en enero de 1942. El general McArthur se vio obligado a abandonar el país con su célebre afirmación: “Volveré”. “Los japoneses se distinguieron por su crueldad”, estima Gaizka. Sus vidas se adaptaron a ellos. “En el cole nos obligaron a aprender japonés, como complemento del tagalo. Prohibieron el inglés”, evoca.

Intercambio de comida

La comunidad vasca se unió solidaria. El protagonista de este relato afirma que “con la fábrica cerrada, nos autoabastecíamos plantando maíz o vainas. Tuvimos un toro, cabras y dos vacas que nos proporcionaban leche para nuestro consumo propio y para elaborar leche condensada. También intercambiábamos comida con campesinos filipinos”.

En 1944, regresan los estadounidenses. “Los bombardeos entre ambos bandos eran continuos y nosotros en nuestra casa de San Juan nos encontramos entre dos fuegos. Un obús explotó en nuestro refugio. Murieron tres personas, entre ellos un niño de corta edad y nuestra tata filipina. Yo perdí el dedo meñique derecho y la metralla hirió mi muslo derecho. Ama tuvo contusiones en su cabeza”.

Le curaron las heridas como pudieron. Su rencor hacia los nipones le llevó a protagonizar un triste recuerdo. “Me hice con un arma y quise matar a un japonés. Unos americanos y aita se abalanzaron sobre mí para quitármela. Tenía 13 años. Es un hecho que no me gusta recordar, pero quiero contarlo por si sirve de ejemplo en el futuro”.

Decidieron regresar. Se mudaron a Madrid, donde vivía su tío Emi, “que curiosamente se convertiría mucho tiempo después en mi futuro suegro”. Volvieron a Filipinas en 1947. “Yo les servía de porteador y gracias al buen hacer del tío Emi en la Embajada Francesa y el Ministerio de Asuntos Exteriores, se demostró que aita no tenía ninguna causa pendiente, por lo que los franquistas le autorizaron a entrar en España”. Regresaron a Madrid, donde aún residen.