Los datos no son satisfactorios. El promedio global se mantiene sin cambios por décimo año consecutivo, con una media de 43 sobre 100. Dos tercios de los países presentan un claro déficit democrático y graves violaciones de las libertades civiles, por lo que obtienen una puntuación inferior a 50, lo que indica que tienen serios problemas de corrupción. De hecho, de los más de 300 trabajadores de derechos humanos asesinados en 2020, el 98% ocurrieron en países con una índices IPC inferiores a 45. A pesar de los múltiples compromisos a nivel internacional, 131 países no han logrado avances significativos en su lucha contra la corrupción en la última década y 27 países han obtenido la puntuación más baja desde 1995.

La pandemia no ha ayudado. Según Naciones Unidas, las medidas excepcionales adoptadas durante la epidemia de covid-19 han generado oportunidades para la corrupción, un fenómeno recurrente en todo el mundo. No obstante, la descomposición de las instituciones públicas adquiere formas y expresiones diferentes en distintos territorios. No son pocos los lugares donde unos pocos dominan el tejido público, y las limitaciones impuestas a la protección y desarrollo de los derechos humanos bloquean los esfuerzos de progreso en lo sociopolítico, pero también en lo económico y cultural. En general, todo apunta a que se cumple una ecuación básica: a un mayor nivel de corrupción le corresponden menores niveles de participación ciudadana en la vida pública, ya sea en forma de sistemas políticos autoritarios, autocráticos, o dictatoriales. Conflictos armados, transiciones violentas de poder y crecientes amenazas de violencia combinadas con un escaso apoyo de las medidas y compromisos de anticorrupción, privan a los ciudadanos de sus derechos, de los servicios básicos en materia de salud y educación y de otras cuestiones urgentes.

A la cabeza de la lista se sitúan diez países con puntuaciones altas, de entre 88 y 80: Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega, Singapur, Suecia, Suiza, Holanda, Luxemburgo y Alemania. En la parte más baja de la tabla se sitúan, con menos de 16 puntos, Corea del Norte, Yemen, Venezuela, Somalia, Siria y Sudán del Sur.

Estados Unidos se sitúa en el puesto 27, junto con Chile, con un índice de percepción de la corrupción de 67. Es un valor muy bajo para la república, si bien se sitúa por encima del índice medio de Europa occidental que es de 66; la república francesa ostenta un índice de 71 y el Estado español 61. El problema de fondo en los Estados Unidos es que la situación se ha deteriorado en los últimos cinco años. En 2015 el índice de los Estados Unidos era de 76, a la par de los países menos corruptos de Europa occidental. En 2017 bajó a 75 y los cuatro desastrosos años de la administración Trump derrumbaron el índice hasta el 67 en 2020.

En virtud del director de TI para los EE.UU., Gary Kalman, este hecho se debe fundamentalmente a las mentiras sobre fraude electoral del expresidente, que culminaron en el violento asalto al Capitolio. Las nuevas leyes electorales que se están impulsando desde los gobiernos republicanos de un buen número de estados están asimismo limitando el acceso de la ciudadanía al voto y, en consecuencia, generando un sistema electoral menos transparente. A todo ello se añade el opaco sistema de financiamiento de los partidos políticos y las brechas en la arquitectura de la política en materia de anticorrupción del país. La cuestión es que las mentiras vertidas por el expresidente y sus acciones han tenido y continúan teniendo consecuencias sociales y políticas duraderas que afectan a la salud del sistema.

Kalman ha asegurado que los Estados Unidos tienen oportunidades significativas para mejorar su índice. El Congreso aprobó una nueva ley contra la corrupción en enero de 2021 y en junio el presidente emitió un memorándum estableciendo una estrategia nacional para contrarrestar la corrupción y reconociendo que la lucha contra la corrupción es un pilar de la política de seguridad nacional. Pero la administración debe implementar medidas para lograr una mayor transparencia corporativa y transparencia en los sectores inmobiliario y de inversión privada. Y el Congreso debe aprobar proyectos de ley contra el soborno internacional y normas anticorrupción para los proveedores de servicios con influencia sobre los sistemas financieros y políticos del país.

La administración Biden ha respondido a este reto con el interesante informe de 38 páginas United States Strategy on Countering Corruption (Estrategia de los Estados Unidos para Combatir la Corrupción) de diciembre de 2021. En el mismo se describen los cinco pilares esenciales en la lucha contra este mal: 1) Modernización, coordinación y dotación de recursos del gobierno en sus esfuerzos para combatir la corrupción, 2) Frenar las finanzas ilícitas, 3) Perseguir judicialmente a los actores de la corrupción, 4) Preservar y fortalecer la administración contra diversos tipos de corrupción y, 5) Mejorar el compromiso diplomático para reforzar y ampliar las políticas internacionales en materia de corrupción.

Los redactores del informe IPC marcan cuatro líneas básicas de acción a nivel mundial. En primer lugar, un buen número de gobiernos deben revertir las restricciones a las libertades de expresión, reunión y asociación. La creación de órganos de control público a nivel internacional, bien dotadas, independientes y con facultad para detectar y sancionar irregularidades en diversos puntos del mundo es una prioridad. Los gobiernos de las economías más desarrolladas deben corregir las insuficiencias sistémicas que permiten la corrupción transfronteriza y el crimen internacional. Y, como parte del esfuerzo en el proceso de recuperación tras la pandemia, los gobiernos deben cumplir sus compromisos con la Sesión Especial de la Asamblea General de la ONU contra la Corrupción de junio de 2021.

Algunos autores critican el informe de TI y lo desaprueban por parcial e impreciso; otros apelan a la moderación y censuran las respuestas contra la corrupción de la Asamblea General por utópicas... es posible, pero la situación no es propicia, y es preciso encarar el problema: la corrupción es uno de peores escollos para superar algunos de los más graves dilemas a los que se enfrenta la humanidad: protección de derechos humanos, guerra y violencia, autoritarismo, desigualdad, hambre, pobreza y otros de los peores azotes de la humanidad.

Por lo que respecta a EE.UU., estoy de acuerdo con Chris Cillizza, editor de CNN. Cuando Donald Trump se prepara para postularse como candidato del Partido Republicano en 2024, es preciso analizar lo que significaron para la república sus cuatro años y su campaña de descrédito del sistema electoral. Trump no es la respuesta a la corrupción, sino parte de ella, por lo que sólo cabría esperar una cosa de su postulación a candidato presidencial: nada bueno.