Para un país que se considera el paladín de la democracia, que celebra su Constitución como una esperanza democrática para toda la Humanidad y que ha invertido sangre y tesoro para extender ese sistema por otras partes del mundo, es una situación tan lamentable como sorprendente.

Lamentable, porque la gente se siente irritada y esta convicción magnifica las divisiones que a menudo parecen irreconciliables entre las dos vertientes políticas del país. Y sorprendente, porque se trata de un lugar rico y avanzado, con todos los medios técnicos que puede necesitar para desarrollar unas elecciones sin fraude y con la capacidad económica para financiar estos medios.

Pero los cincuenta estados norteamericanos tienen fórmulas de voto distintas, que producen a menudo sospechas en otros estados. Además, casi todos comparten la antipatía por los controles federales que creen les roban sus libertades. Así, en algunos lugares se puede votar por correo y en otros es muy difícil; en unos la papeleta de voto postal se puede contar antes del día de las elecciones para agilizar el proceso, mientras que otros han de esperar al día electoral y luego pueden tomarse tiempo para el recuento. Ciertos estados exigen que las papeletas por correo lleven el matasellos antes de las elecciones, otros permiten que salgan el mismo día. Además, en unos lugares el voto por correo ha de llegar antes de que cierren los colegios electorales, mientras que otros admiten las papeletas hasta nueve días más tarde.

A esto se suma la antipatía atávica a cualquier control estatal, motivo por el cual en Estados Unidos no existen carnets de identidad, de forma que a la hora de la votación no es preciso demostrar que el que llena la papeleta es la misma persona que presenta su carnet electoral en que, además, no aparece fotografía alguna. Algo tanto más sorprendente cuando la identificación es una rutina necesaria para entrar en un avión, conducir un coche o comprar una botella de bebida alcohólica.

Esto es así hasta el punto de que, a falta de un documento de identidad, el carnet de conducir se ha convertido en el substituto para demostrar que uno es quien dice ser. Y para esto no hay que saber ni girar el volante: prácticamente todos los estados emiten "carnet de no-conductor" con los datos personales y la foto del titular.

Las últimas encuestas en cuanto a la fiabilidad de las elecciones son preocupantes: en una de ellas, tan solo el 27% de los republicanos creen en los resultados oficiales mientras que en otro sondeo este porcentaje se reduce tan solo al 3. La más reciente, indica que tan solo el 10% de los republicanos admiten que Biden ganó sin fraude.

Naturalmente, el propio Trump así como medios informativos conservadores y una serie de figuras republicanas alimentan este sentimiento, pero lo cierto es que el caos de la noche electoral y el largo tiempo transcurrido hasta declarar un ganador, sirvieron para inflamar todavía más las sospechas.

Por otra parte, no es que los republicanos sean unos lunáticos a diferencia de los pragmáticos y responsables ciudadanos demócratas: hoy, cuatro años más tarde de la victoria de Trump, nada menos que los dos tercios de los demócratas creen que ésta se debió al fraude, si no en el recuento, en la malévola influencia e intervención rusa, que nadie hasta ahora ha conseguido demostrar, ni siquiera la larga investigación del impeachment que empleó a centenares de juristas y costó más de 25 millones de dólares.

Y en 2016 los demócratas no se enfrentaron al vaivén de semanas de recuento electoral como ha ocurrido este año, sino que en menos de ocho horas todos conocían el resultado.

La mayoría de la población dedica su tiempo a ganarse la vida y a pensar en sus problemas particulares. No presta atención al proceso electoral hasta varias semanas antes de los comicios. No es de sorprender que las discrepancias entre encuestas y votos reales, o entre los primeros resultados y los definitivos, sirvan para sembrar sospechas.

En este año, por ejemplo, Trump llevaba ventajas superiores a los 10 o incluso 20 puntos en los primeros recuentos, pero muchos acabaron decantándose por Joe Biden. Y esto ocurrió especialmente después de contar los votos llegados por correo. Ambas cosas suscitan sospechas entre sus seguidores de que hubo manipulación y fraude.

A esto se suma que los demócratas, a pesar de las palabras conciliadoras de Biden, no parecen muy dispuestos a ser magnánimos con los vencidos y a moderar su programa ni su retórica, lo que hará tanto más espinosa la etapa de cambio, independientemente de los resultados finales que no conoceremos hasta enero, cuando las elecciones que se han de repetir en el estado de Georgia determinarán cuál de los dos partidos controlará el Senado.

Si se mantiene la mayoría republicana en la Cámara Alta, con el poder dividido entre ambos partidos, es de esperar que se bloqueen mutuamente en el Congreso y aten las manos al presidente. Por el contrario, si los demócratas consiguen dominar todo el gobierno, Biden no podrá seguir con la línea moderada que caracterizó su trayectoria política desde hace casi 50 años y no podrá frenar a los más progresistas, mientras que los derrotados republicanos tratarán de mantener contra ellos una guerra sin cuartel.

Y el cariz de estas guerras ya lo vimos en 2009 con el Partido del Te que se enfrentó al gobierno de Barak Obama, o desde 2017 con la "resistencia" que trató por todos los medios de deslegitimizar a Trump y echarlo de la Casa Blanca.

Los próximos dos años serán una campaña ya comenzada para recuperar o mantener el poder legislativo, algo que ocurre siempre pero esta vez la lucha será amarga y difícilmente servirá para curar heridas.