LA campaña de las presidenciales en EE.UU. es proverbialmente larga, pues dura casi un año, desde que comienzan las primarias en enero hasta el los comicios en noviembre. Esta vez ha empezado incluso antes y esta semana entró en pleno funcionamiento con el impeachment iniciado en la Cámara de Representantes. Este procedimiento, previsto en la Constitución para destituir a un presidente antes de que acabe su mandato, se ha aplicado en solo cuatro ocasiones en los dos siglos y medio de historia del país y tan solo obtuvo el resultado apetecido en la única vez en que no se puso en práctica: el presidente Richard Nixon decidió dimitir para evitar este proceso.

Los otros dos casos acabaron en nada: el primero fue Andrew Johnson, en 1868, por defenestrara su Secretario de Guerra, violando una ley aprobada el año anterior, que requería el consenso del Senado para destituir a cualquier persona cuyo cargo exigía apoyo senatorial. Por solo un voto, Johnson superó el impeachment pero no volvió a presentarse a un segundo mandato.

Más airoso salió Bill Clinton a causa de sus amoríos con Mónica Lewinski, una becaria de la Casa Blanca 27 más joven que él, pero tampoco fue condenado. El impeachment no tuvo consecuencias electorales porque ocurrió al final de su segundo mandato, el máximo permitido por la Constitución, pero sí sirvió para hacerlo aún más popular entre sus seguidores que lo vieron como una víctima de las ambiciones políticas. Y ahora, ya en el cuarto intento, de momento parece abocado al fracaso.

El impeachment es parecido a un proceso judicial en que la Cámara de Representantes tiene una función semejante a la del juez de instrucción. Si decide que hay indicios de culpabilidad, lleva su acusación a “juicio”, en un tribunal formado por el Senado de EE.UU. y presidido por el presidente del Supremo. A diferencia de los juicios tradicionales, en este procedimiento no se trata de delitos comunes, sino de actos que congresistas y senadores puedan considerar impropios de un presidente y que, por ahora, no están definidos. También, a diferencia de los juicios ordinarios, es necesario un consenso político para lograr una condena: dos tercios del Senado han de encontrar culpable al presidente, algo que falló por un solo voto en el siglo XVIII, y por un margen bastante mayor en el caso de Clinton, pues no hubo ni mayoría simple para condenarlo. Es algo que convierte claramente el impeachment en un proceso político a pesar de su manto judicial y, en este último caso, el del presidente Trump, parece abocado a un desastre para los acusadores. Ni un solo republicano apoya la iniciativa y es posible que incluso más de un demócrata se desmarque por cuestiones electorales: se presentan en distritos que votaron por Trump en 2016 y corren el riesgo de enfurecer a sus votantes.

Para los demócratas el impeachment se ha vuelto inevitable: el sector más progresista presiona a los líderes del partido en este sentido y algunos piensan que, a falta de un candidato atractivo entre sus filas, han de utilizar todas sus defensas contra una reelección de Trump. “Si no lo enjuiciamos, es muy posible que gane” decía este verano uno de los congresistas demócratas. Ciertamente, el Partido Demócrata piensa que podrá afilar sus cuchillos mejor cuando hable del impeached president y confía que, así, podrá evitar que Trump ocupe la Casa Blanca otros cuatro años?, aunque de momento es difícil imaginar quien puede ganar las elecciones sin un perfil atractivo y contra un presidente que cabalga la ola de prosperidad que ha hecho subir los ingresos, bajar los impuestos y casi eliminar el desempleo.