MADRID. Esta maestra de la pequeña localidad de Orane, en Ucrania, tenía 12 años cuando en la madrugada del 26 de abril de 1986 se produjo el siniestro de la central nuclear instalada en la región y que llevaba el nombre de Vladimir Ilich Lenin, uno de los cabecillas de la Revolución Soviética de 1917.

Volochay aún reside en esta aldea ubicada al borde de la zona de exclusión de 30 kilómetros a la redonda que el Ejército soviético estableció tras la catástrofe, por orden del Gobierno de Moscú.

En los años 90 ingresó en Chernobil Elkartea, entidad sin ánimo de lucro que organiza regularmente programas de acogida en España para jóvenes de esta zona ucraniana, con el fin de apoyar una iniciativa que les ayuda mucho pues tras dos meses en España "el sistema inmunológico de estos adolescentes mejora mucho".

Según ha precisado durante una visita a España, el terreno donde vive Volochay fue "uno de los más contaminados porque los militares que trabajaban en Chernóbil venían al pueblo para contactar con sus familiares a través del correo" y no solo ellos sino que "sus coches y pertenencias estaban envenenados con radiactividad".

Sin embargo, ella tomó la decisión de no abandonar su pueblo para apoyar la iniciativa de la asociación vasca ya que ansía "dar un futuro a los jóvenes, que son los que más problemas de salud tienen por culpa de la radiación".

En sus recuerdos, la semana posterior al accidente transcurrió "con una falsa tranquilidad" como si no hubiera sucedido nada importante, hasta que un día en el colegio les explicaron en qué consistía la radiación y les aconsejaron cerrar las ventanas de casa, cegar los pozos y tomar pastillas de yodo.

Meses más tarde llegó el comunicado de que debían evacuar la aldea y proceder a una revisión médica cada miembro de la familia.

"A mi hermana le detectaron una cantidad de cerca de 800 roentgens/hora, cuando la dosis considerada normal en el ser humano es de 0,02", ha precisado.

A partir de entonces empezaron a escuchar "cómo los adultos nos daban una esperanza de vida de dos años", así que "planeamos cómo vivir nuestros últimos días... Yo estaba muy enfadada ante la perspectiva de que no podría terminar mis estudios en la escuela".

En cierto momento "nos acostumbramos a vivir con la incertidumbre, sin saber cuándo nos detectarían algo malo a cada uno" y entonces el cáncer empezó a afectar a toda su familia.

"Primero, fue mi primo, después, mi tío; luego, mi hermano; ahora, mi hermana y yo tenemos problemas de tiroides", ha relatado esta maestra.

Hoy día "estamos solos" porque hasta 2015 existía una subvención para apoyar a las personas afectadas, pero en esa fecha se suspendió la ayuda y "solo los liquidadores de primera categoría reciben todavía 327 grivnas", unos 11 euros.

Y eso a pesar de que "en cada hogar tenemos, mínimo, un familiar con cáncer" pero hay personas sin dinero para pagar el tratamiento.

En la actualidad, el aire de la región no está tan polucionado pero "el problema sigue en la tierra, sobre todo en especies como las setas", lo que imposibilita cultivar alimentos sanos.

Pesimista, Volochay explica que, según algunos expertos, tendrán que esperar "300 años para que la radiactividad desaparezca, así que para nosotros el problema nunca terminará".

Esta maestra ha sumado su testimonio a la campaña antinuclear de Greenpeace, porque "la energía nuclear es peligrosa, la radiación no tiene fronteras y la salud debe estar por encima del interés económico".

"Nos creemos dioses y no lo somos", ha concluido.