A fama del hierro vasco, y por lo tanto de sus ferrones, se extendió como bien es sabido durante varios siglos a lo largo y ancho de Europa. Ya el propio Shakespeare se refería en dos de sus obras a las espadas denominadas Bilbo, que tomarían ese nombre por ser hechas de acero de gran calidad que se exportaba desde el puerto de Bilbao. La siderurgia vasca llevó incluso su producto al otro lado del Atlántico, al conseguir beneficiarse de un monopolio para la venta de hierro vasco en los territorios americanos de la corona de Castilla, monopolio del que gozó durante los tres siglos de dominio colonial.

Pero no fue este su único mercado. En la misma península Ibérica, el reino de Portugal se convirtió desde mucho tiempo atrás, en plena Baja Edad Media, en uno de los clientes más fieles de las ferrerías vascas, tanto del metal en bruto (tochos) como, también, de las armas y otros pertrechos. Durante el tiempo que Portugal estuvo bajo el dominio castellano (1580-1640), se intensificaron los contactos comerciales para la exportación de hierro y acero entre los puertos vascos y los portugueses, especialmente a Porto, Aveiro o Lisboa. Pero incluso cuando Portugal recobró su independencia, no por ello se cortaron dichos contactos. Como reconoce João Luís Cardoso, resulta innegable la preponderancia del hierro vasco en el mercado portugués por razones como “la proximidad geográfica y la incuestionable importancia de Bizkaia como centro metalúrgico de gran capacidad productiva”. Más aún, durante lo que quedaba del siglo XVII y buena parte del XVIII, fue habitual que Portugal recurriera a contratar a mestres e oficiais biscainhos para que pusieran en marcha ferrerías a maneira biscainha en su territorio, lo que hizo que, si bien también se constata la presencia de maestros y oficiales ferrones de otros países europeos, durante toda la Edad Moderna la siderurgia portuguesa estuviera “sin duda bajo la influencia biscainha”, que se mostraba no solo en la tecnología para la obtención del hierro, sino en la propia forma en la que eran construidas las instalaciones de las nuevas ferrerías que quedaban a su cargo. Entre ellas destacaron las que se erigieron en el concello de Oeiras, apenas a unos quince kilómetros de Lisboa, que habían sido reacondicionadas en la década de 1630 de la mano de Domingo de Gárate, vinculado a la guipuzcoana fábrica de armas de Soraluze.

Llegados a este punto, por cierto, es preciso recordar que a lo largo de toda la Edad Moderna el apelativo biscainho era usado en Portugal, al igual que en otros lugares de la península, como sinónimo de vasco.

Una ferrería colonial

Ya desde fines del siglo XV, la expansión portuguesa por el Atlántico sur había llevado a la instalación de varias factorías en la costa de Angola, siendo la principal de ellas el puerto de Luanda. Durante varios siglos Luanda fue, ante todo, un centro para el comercio de esclavos hacia América. Los únicos avances hacia el interior que hacían los portugueses tenían como principal objetivo asegurar un cupo elevado de esclavos para remitir a Brasil, lo que hizo que durante este tiempo los gobernadores de la colonia no tuvieran ningún interés en el control del territorio, más allá del puerto y las rutas interiores del esclavismo. Todo cambió con la llegada al poder del marqués de Pombal, que inició una política agresiva de conquista y colonización, con la vista puesta en el rendimiento económico más allá del comercio esclavista. Promovió así la creación de poblaciones con colonos europeos, que sirvieran además para poner freno a las aspiraciones de controlar Angola por parte de potencias como Holanda o Gran Bretaña. Y el hierro podía ser una vía para la diversificación económica colonial.

Angola posee yacimientos de hierro, que eran explotados desde antiguo por la población nativa con técnicas tradicionales y que abastecían el mercado local. Surgió entonces el proyecto de crear allí un gran centro siderúrgico: la Real Fábrica de Ferro de Nova Oeiras, que se situaría en un valle en la confluencia de los ríos Luinha y Lucala, muy cerca de las minas y con buena comunicación con Luanda, de donde se enviaría a Brasil y Portugal. Debía ser una réplica de su homónima portuguesa, y contar con la tecnología adecuada. Y nuevamente, Portugal miró hacia la técnica y conocimiento de los ferrones vascos.

Fue el gobernador portugués de Angola, Francisco de Sousa Coutinho, quien iniciaría en 1765 los trabajos para establecer la fundición. Ya en 1766 avisaba del envío a Luanda de los primeros quintales de hierro, producidos por herreros africanos. Pero el gobernador desconfiaba de las capacidades tecnológicas de los angoleños y, por ello, dispuso que se construyera en la zona un nuevo pueblo, donde se diera cabida a personal traído desde Europa que pusiera en marcha una explotación a mayor escala, con sus casas, iglesia, factoría, ferrerías y las áreas de cultivo para el abastecimiento de la población.

Los vascos y la Fábrica de Ferro

Los contactos para conseguir el personal especializado tardarían un tiempo. No sería hasta abril de 1768 que se firmaría el contrato con cuatro maestros ferrones procedentes de Biscaia e Navarra, llamados Joseph Manuel de Echevarria, Francisco Xavier de Zuloaga, Francisco de Echenique y Joseph de Retolaza, quienes se comprometían a “edificar el laboratorio y la fábrica”, así como a proveer de los instrumentos necesarios para la fundición de hierro y enseñar este arte a los empleados africanos, a cambio de un salario de “2.400 réis” por día y el coste de los viajes de ida y retorno. Al poco tiempo partieron de Lisboa rumbo a Luanda, donde desembarcarían en octubre del mismo año, llegando a Nova Oeiras el 14 de noviembre “con instrucciones de iniciar inmediatamente los trabajos de construcción de la ferrería”. Sus primeras impresiones -exponía el gobernador en un oficio al secretario de Marina y Ultramar, Francisco Xavier de Mendonça- fueron muy favorables por la disponibilidad de abundante materia prima y energía. Sousa Coutinho se congratulaba de que el mero hecho de contar con aquellos vascos ya era todo un éxito. Para entonces, ya había solventado el primer problema que se le había suscitado, ya que al desembarcar los vascos habían exigido el abono “de las comidas, vino y aguardiente que el capitán de la nave que los transportó se había negado a proporcionarles por ni haber sido instruido en esta diligencia, habiendo tenido los maestros que empeñar sus camisas para comprar lo necesario durante el viaje”.

Sin embargo, al poco tiempo de iniciar su trabajo en la Fábrica de Ferro los acontecimientos tomaron un giro inesperado y trágico. Apenas unos días tras su instalación tres de los vascos, uno por uno, caían enfermos. El 20 de enero de 1769, un nuevo oficio del gobernador al secretario presentaba un panorama desolador. Retolaza, Zuloaga y Echenique habían fallecido a lo largo del mes de diciembre. Una indagación sobre las causas de su fallecimiento señalaba que habían sido “víctimas de infección por escorbuto contraído en el viaje a Angola”, a lo que se sumaba “la malignidad del clima”, pero sobre todo -recalcaba- “los excesos alimentarios, de consumo de bebidas alcohólicas y la actitud indisciplinada e insubordinada hacia los cuidados médicos que les proporcionaron el médico y los enfermeros que los cuidaban”. Al menos, se consolaba, quedaba aún vivo uno de los ferrones, Echevarría, por lo que solicitaba el reclutamiento de “más maestros fundidores de esa misma nación”. Muy posiblemente estos contactos se harían a través de Antonio de Otañes, propietario de la ferrería de Aldana, así como de diversos montes y seles en la anteiglesia de Alonsotegi, a quien en diciembre había remitido Echenique una libranza de 50.000 réis. Pero mientras la carta partía hacia Lisboa, en febrero de 1769 fallecía también el último de los vascos. Por suerte, señalaba Sousa Coutinho en un nuevo oficio fechado el 6 de marzo, estaba en condiciones de “proseguir las obras de la Fábrica de Ferro con auxilio de los planos e instrucciones dejados por los dichos maestros y los pocos blancos que habían aprendido a su lado”, y por ello prometía finalizar las obras en septiembre de aquel mismo año. Y sorprendentemente, a pesar de todo lo acontecido, así lo haría, usando preferentemente mano de obra indígena para poner en funcionamiento a pleno rendimiento la factoría. Para ello, acabaría por aceptar la importancia de los conocimientos que tenían los herreros y fundidores nativos, de los pueblos Golungo, Muxima, Mbaka y Cambambe, que pasaron a convertirse en la mano de obra especializada a cargo de la fábrica. Tuvo así que reconocer la gran similitud entre las técnicas tradicionales africanas y las técnicas que usaban los vascos.

El proyecto de Nova Oeiras, sin embargo, no alcanzaría nunca las dimensiones que soñaron sus impulsores. El sucesor de Sousa Coutinho en el gobierno de Angola, Antonio de Lencastre, tomó como primera medida nada más llegar al cargo (1772) el cierre de la factoría, apenas siete años después de iniciarse el experimento. Sus fundiciones aún estarían en funcionamiento hasta 1800, luego se apagaron definitivamente. Solo quedaron en su lugar las ruinas de una ferrería a maneira biscainha que la naturaleza está poco a poco haciendo desaparecer.

Profesor titular de Historia de América en la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea. Grupo de Investigación ‘País Vasco, Europa y América. Vínculos y relaciones atlánticas’.