En los días posteriores a las inundaciones, en sus ediciones especiales, los periódicos bilbainos publicaron que entre la media tarde del viernes 26 y las primeras horas del sábado 27 de agosto de 1983, tuvo lugar la mayor catástrofe de la historia de Bilbao y que este hecho quedaría impreso en la mente de los vizcainos.

Describieron los medios, con todo lujo de detalles, cómo las lluvias torrenciales se fueron trasladando desde Gipuzkoa a Bizkaia, de este a oeste, en un recorrido de destrucción y muerte. Bilbao, mientras disfrutaba de sus fiestas, quedó, en tan solo unas pocas horas, completamente aislada. La ría se desbordó en ambas márgenes. En El Arenal el agua arrasó las txosnas, llevándose toda clase de equipos estereofónicos y electrodomésticos de grandes dimensiones. Incluso reventó las puertas de metal del mercado de la Ribera y arrastró dirección al mar sus cámaras frigoríficas.

Una cascada impresionante descendía desde el Monte Arraiz, arrasando con todo a su paso. Unos 5.000 vehículos habían quedado anegados en la autopista Bilbao-Behobia y el túnel de Malmasin se había convertido en un río. En Matiko se produjeron avalanchas de tierra que arrastraron todo tipo de piedras y materiales por las laderas. El vestíbulo de la Estación del Norte era una inmensa cascada y las vías del tren eran en realidad un río canalizado hasta el centro de Bilbao. Los ríos vizcainos empezaron a desbordarse de sus cauces, se cortaron las carreteras por los continuos desprendimientos de tierras, los vehículos quedaron totalmente inmovilizados, lo que provocó un colapso total. Mercabilbao había quedado completamente inundado. Desde el Valle de Ayala a Bilbao numerosas industrias ubicadas en las orillas del Nervión quedaron completamente devastadas en unas pocas horas. Bilbao se quedó sin comunicaciones, sin medios de transporte, sin gas, sin luz, sin agua, y miles de bilbainos, sin vivienda. Un periodista manifestó que Bizkaia se había convertido en un gran mar plagado de pequeñas islas.

¡Que nadie salga! Se transmitieron durante esas angustiosas horas, constantes avisos por radio y megafonía pidiendo a la gente: "¡Por favor que nadie salga de casa! ¡Aléjense de Bilbao! ¡Manténganse fuera de Bizkaia! ¡Que nadie se acerque!". La incomunicación fue tanto física -desprendimientos de tierra, carreteras desaparecidas, rotura de puentes, inundaciones de túneles, fábricas arrasadas-, como mental -llegaban consignas de que nadie se aproximase a la villa ni a la provincia, porque, de lo contrario, podría suponer su fin-, produciendo una sensación en el bilbaino, en el vizcaino, de aislamiento y soledad.

Una oscuridad como nunca antes había conocido Bilbao se apoderó de toda la villa. De repente, apareció un ataúd que era arrastrado por las aguas del Nervión. Muchos lo tomaron como un hecho premonitorio de lo que estaba sucediendo. Las lunas de los vehículos no dejaban de estallar y las casas de crujir, a lo que se unía el estrépito producido por los coches arrastrados por las aguas, al chocar entre sí o contra las viviendas. En Sendeja, Esperanza y Askao, hubo casas que, por la fuerza de las aguas, quedaron completamente destruidas.

La oscuridad de la noche se vio únicamente interrumpida por las luces de las velas que se vislumbraban por algunas ventanas, por las de las linternas de los socorristas y por los rayos que caían de vez en cuando sobre Bilbao. También se sumaban a estos, otros sonidos a los que no estaban acostumbrados los bilbainos, los producidos por los gritos de auxilio de la gente; unos pedían socorro para que les ayudasen a bajar de los tejados; otros, simplemente, gritaban: "¡Queremos vivir!".

La poca gente que aún caminaba por las calles se agolpaba en las aceras, tan curiosas como perplejas, tratando de llegar a sus casas. En las calles Cortes y San Francisco no había ruidos, ni palabras, ni música ni luz, todo lo cual no suscitaba ningún atisbo de confianza cuando se veían las caras los vecinos. Un silencio ensordecedor se palpaba en todas las callejuelas. Una psicosis de catástrofe lo inundaba todo. Aquellas calles eran sitios inhóspitos. Cada esquina, cada sombra, generaba incertidumbre.

El informe técnico del Ayuntamiento de Bilbao del domingo 28, señalaba cómo habían quedado los barrios de Bilbao: el Casco Viejo, anegado por el barro y todo su comercio destruido. Rekaldeberri había quedado inundado de lodo y destrozado -la tierra, la chatarra y los coches averiados cubrían las calles-, lo que había arruinado a talleres y a empresas. Los desprendimientos de tierras eran toda una estampa en la carretera a Larraskitu y el camino de Iturrigorri, con muchas casas en peligro de derrumbarse. Bilbao La Vieja se encontraba en estado catastrófico. Las unidades del ferrocarril del muelle de Ibeni estaban volcadas en la ría. El muelle de Urazurrutia tenía levantada la calzada 200 metros y varias viviendas estaban a punto de derrumbarse. Además, los vehículos se encontraban destrozados, apilados y cubiertos de barro. En Atxuri, las calles estaban invadidas de barro y de escombros. El acceso al alto de Miraflores estaba interrumpido por el desprendimiento de tierras; el muelle de Uribitarte, lleno de lodo, así como todo el Campo Volantín, incluido los hoteles Nervión y Conde Duque que habían quedado totalmente inundados. Elorrieta estaba inundada, incluso había desaparecido el embarcadero Lutxana Zorrotzaurre. En la Vía Vieja de Lezama hubo varios corrimientos de tierras, así como en la carretera de Zorrotza a Kastrexana, al igual que en Camino de la Estación, en camino de la Ventosa y en la avenida Montevideo. En los accesos a la villa, desde la autovía a la avenida de Zumalakarregi, los bloques de asfalto estaban levantados, todos los semáforos de la Gran Vía estaban derribados y se había cortado la carretera de Ibarsusi a Otxarkoaga, barrio que había quedado arrasado por la fuerza de las aguas. En la zona de Larraskitu-Peñaskal los derrumbamientos de tierras provocaron hasta cuatro metros de altura de rocas y escombros. Las familias más humildes de Bilbao lo habían perdido todo. De hecho, en el Peñaskal solo había rabia y desolación. Sus habitantes se habían quedado sin lágrimas de tanto llorar. Atrás quedaban los años de lucha, reivindicando vivir bajo unas condiciones dignas. Los medios de comunicación sostenían que en los barrios pobres de Bilbao se había desatado el infierno.

Acto seguido se publicaron toda una serie de palabras que se repetían reiteradamente en los distintos medios de comunicación: "Imagen dantesca, situación dramática, catástrofe sin precedentes, aspecto desolador, escena desgarradora, sensación de terror, devastación, flotaban los cadáveres, olor apestoso, miedo, pánico, terror, incertidumbre, psicosis, apocalipsis, nervios, tensión, rabia, desolación...", o frases tales como "las cercanías a la ría eran lo más parecido a los restos de una ciudad en guerra".

Cierre de empresas Los efectos, según la prensa, se dejarían sentir en muchas empresas; de hecho, algunas de ellas no pudieron reiniciar su actividad, quedando cerradas para siempre. Las autoridades dieron otras cifras, 34 muertos, 500.000 millones de pesetas de pérdidas y 26.000 puestos de trabajo perdidos.

La ayuda llegó desde todo el Estado. Miles de voluntarios llegaron desde los pueblos de ambas márgenes de la ría. Unos lo hicieron en camiones; otros, en autobuses. También lo hicieron desde Araba, Gipuzkoa y Nafarroa. Además de todas las fuerzas de la administración, tanto estatal como local€ estaban las cuadrillas de limpieza, con las comparsas a la cabeza, en las que predominaban los jóvenes, sin miedo al barro, ni al olor putrefacto, con la única protección de las mascarillas de papel o cartón. Entre ellos había estudiantes, oficinistas, camareros y parados. El popular payaso Tonetti y los artistas de su circo, que se hallaban en Bilbao por sus fiestas como todos los años, bajaron al Casco Viejo para ayudar en las tareas de limpieza.

Las emisoras de radio lanzaban mensajes para recabar materiales de primera necesidad, medicamentos, agua potable y potitos para niños. Se habilitaron comedores, camas y se distribuyeron ropas en colegios y en casas particulares, en donde fueron acogidas miles de personas. Hubo propietarios de bares y restaurantes quienes, al encontrarse sin electricidad en los congeladores, cocinaron todo lo que tenían almacenado y regalaron a esos centros improvisados kilos y kilos de alimentos recién cocinados.

La prensa sostuvo que en los bilbainos se despertó su lado más humano. Pero tan humano era un lado como el otro, porque mientras unos ayudaban desinteresadamente, con una gran solidaridad ciudadana, acogiendo a las familias desamparadas, mostrando un civismo maravilloso; otros, en cambio, se dedicaban al robo y al pillaje, asaltando lo mismo comercios que casas particulares. Una vez descendieron las aguas, en el kiosco de El Arenal apareció Marijaia, medio enterrada entre los escombros, los desechos y unos hierros torcidos, toda despeinada, rota y con los ojos desencajados.

En esos momentos, mientras unos bilbainos, muy nerviosos, deambulaban, buscando agua, alimentos y noticias, otros, ayudaban en las labores de limpieza. Muchos de ellos, mientras lo hacían, no dejaban de mirar al cielo. Lo hacían cada poco tiempo. Se podía vislumbrar en sus miradas -según palabras de alguno de los allí presentes-, un enorme temor a que volviera a llover, cuando un haz de luz apareció tímidamente entre aquellos nubarrones cargados de incertidumbre. Una luz que proporcionó una pequeña tregua y cierta esperanza a la que aferrarse. No fue más que un anhelo, uno más, y al mismo tiempo, una única frase se repetía en voz baja entre los allí presentes: "Bilbao resurgirá de sus cenizas cual ave fénix".