Hoy se cumplen 82 tristes años del bombardeo en el que tres estados antidemocráticos masacraron la villa de Durango: la España militar golpista de 1936, la Italia fascista y la Alemania nazi. “Las fuerzas aéreas atacarán sin consideración de la población civil”, dejó ordenado con saña el coronel Vigón, tras firmar su compañero Franco las operaciones el 21 de marzo de 1937.

De ese irracional modo, con 281 bombas y numerosos cazas italianos ametrallando, asesinaron al menos a 336 personas de todas las edades y de los dos bandos de la Guerra Civil. Los proyectiles no hicieron distinción entre molistas y republicanos. Es más, como el propio jefe del estado mayor de la Legión Cóndor, el nazi Wolfram von Richthofen recogió en su diario, “es como si las bombas hubiesen buscado precisamente las iglesias”. Así fue y en un instante sagrado: a la hora de comulgar. También fueron destruidas 285 casas.

En las iglesias perdieron la vida numerosos fieles católicos y también sacerdotes y monjas. Es el caso del asturiano Carlos Morilla en la parroquia de Santa María de Uribarri, de Rafael Villalabeitia en San José Jesuitak y de más de una decena de agustinas en la iglesia Santa Susana del convento Santa Rita. Otros religiosos también fueron protagonistas aquellos días por diferentes curiosidades. Así lo narran a DEIA el investigador iurretarra Jon Irazabal Agirre y el responsable del Archivo Municipal de Durango, José Ángel Orobio-Urrutia. Ambos citan a curas de la villa vizcaina como Miguel de Unamuno -no confundir con el famoso literato bilbaino-, José Echeandía o José Dañobeitia.

Poco se ha escrito sobre esta comunidad religiosa bombardeada precisamente por el bando que lanzó un órdago a la legítima Segunda República y que se postulaba como “cristiano, apostólico y romano”. Carlos Morilla Carreño ha sido el más conocido. Incluso en la prensa internacional se le citaba como el sacerdote que murió bajo las bombas mientras alzaba la forma sagrada en Santa María de Uribarri.

Lo que no explicaban es que llegó a Durango gracias a su hermano Guillermo que, como aporta Orobio-Urrutia, era el “notario” del municipio y miembro del partido Izquierda Republicana. “Llegó a representar a Bizkaia en actos de Madrid”, subraya Irazabal, y detalla que “vino a Durango por tranquilidad. Los curas en Asturias no lo tenían fácil”.

“En un documental que hicimos en Gerediaga -habla Irazabal- grabamos al monaguillo que quedó sepultado entre los escombros junto al cura, Rafael Cuevas. Decía que tras el bombardeo rezaron un rosario juntos hasta que el sacerdote dejó de hablar”. El Gobierno vasco editó una revista con una imagen de aquel monaguillo como portada.

El gobierno franquista de Durango, más adelante, elaboró un informe sobre Guillermo Morilla en el que le citaba como presidente del Comité de Durango afecto al Frente Popular que en Bilbao ocupó un alto cargo. Añadía que había sido designado asesor jurídico de la Consejería de Abastecimiento y Comercio de Ramón Aldasoro. “Orientador de todos los partidos políticos izquierdistas de la villa; director de todo movimiento antifascista, no se hacía nada sin contar con él. De una conducta muy mala políticamente y muy peligroso hacia el Glorioso Movimiento Nacional”, según el Archivo Municipal de Durango.

Formas sagradas La figura de Rafael Villalabeitia Maurolagoitia, muerto en la iglesia de San José, está sin estudiar. Se sabe que fue sepultado en el panteón de los jesuitas de Durango, que acogió restos de 27 religiosos que se han exhumado y ahora reposan en Loiola. Algunas fuentes aseguran que no quedaban religiosos ignacianos tras ser expulsados por la República en 1932.

Consultado al respecto, el superior de la comunidad de Durango, Koldo Katxo, confirma que “sí era jesuita. Tras la expulsión, algunos fueron acogidos por las clarisas, es decir, se quedaron aquí de forma clandestina. Villalabeitia fue uno de ellos”. Katxo apostilla que en una lista de fallecidos del bombardeo se citaba “a un hermano jesuita”. Aunque ya no queda constancia de ello en el cementerio de Durango, la fecha de enterramiento de Villalabeitia “era incorrecta”, recuerda Irazabal.

Otro cura recordado es José Dañobeitia. Fue quien recuperó las formas sagradas y cálices tras el ataque. Una fotografía muestra cómo algunos hombres las custodiaban a la altura de la actual biblioteca municipal de Komentukalea. “Don José fue a por las formas y le pararon los pies porque iba vestido de civil debido a que era capellán militar, y solo los curas podían tocarlas. Al presentarse pudo hacerlo. Había acudido a Jesuitas a ver qué era de sus hombres porque el templo era también cuartel”, matiza Irazabal.

Orobio-Urrutia agrega a la lista al cura durangués Miguel de Unamuno, capellán de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de Tavira. Del bando golpista, fue fusilado por los republicanos el 4 de enero de 1937 en Larrinaga, Bilbao. José Echeandía era carlista y párroco de Santa Ana de Durango, encarcelado el día 24 de julio de 1936 y puesto en libertad en abril de 1937. Escribió y publicó el libro La persecución roja en el País Vasco, memorias de un ex cautivo. “Se arrepintió de editarlo e intentó hacer desaparecer todos los ejemplares. Hacía la revista Tavira”, explica el archivero. Irazabal coincide con él. “Sí, ejemplar que veía lo compraba y lo quemaba”.

Las religiosas de Santa Rita también conocieron la muerte. El rotativo Eguna comunicaba “la muerte de monjas agustinas de Santa Susana con plomo y hechas pedazos entre polvo, sin pies, sin manos. Sus inmaculados cuerpos llenos de sangre. Un total de 12 monjas y su ayudante. El resto, vivas y heridas”. La duranguesa Paula Azcárate vivió con estas agustinas: “Dicen que en el bombardeo murieron 13 monjas, con la muchacha, Mari Bergara, pero no, fueron 17. Algunas por la tarde cuando escapaban”, asevera.