EL 3 de mayo de 1817 fallecía en París Mariano Luis de Urquijo como consecuencia de las sangrías que se le aplicaron para curar una indigestión. Esta circunstancia puede servir como epitafio con el que resumir su drama vital. Tal y como contaría Andrés Muriel, la terapia estaba basada en el sistema del doctor Broussais, un galeno francés que era asociado en aquellos tiempos de la Restauración a los viejos valores ilustrados. No nos cuesta imaginar el entusiasmo que sentiría Urquijo hacia los métodos médicos desarrollados por un correligionario suyo. Aunque de manera indirecta, cabe decir que terminó pereciendo a causa de sus ideas, justamente las mismas que le habían llevado a tener que exiliarse en Francia.
¿Es la fidelidad a unos principios la razón que le hace a este bilbaino -fue bautizado en la parroquia de San Antonio Abad en 1769- acreedor de nuestra atención? Solo si tenemos en cuenta el contexto podemos evaluar lo excepcional de su decurso biográfico. Urquijo vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, una época donde el Antiguo Régimen -si bien en crisis terminal- seguía todavía vigente. Por más que empleemos, tendiendo a veces al abuso, el adjetivo ilustrado para referirnos a este periodo, la libertad de conciencia no era más que una elucubración teórica alumbrada en unos cuantos libros prohibidos por la Inquisición. Usos, modos y costumbres vigentes eran los propios de un sistema autoritario, y para el interesado en las novedades que comenzaban a aparecer en Europa la única forma de canalizar sus inquietudes pasaba por estrechar sus contactos con los escasos espíritus afines que pudiera encontrar. Nacería así un nuevo tipo de sociabilidad que, como bien apuntan los especialistas, anteponía al individuo con respecto a las jerarquías tradicionales.
Fue en este ambiente donde se desenvolvió un Urquijo que, ya de manera precoz, destacaría sobre sus amigos ilustrados por su carácter audaz y decidido. Ejerciendo de consiliario de estudiantes en la Universidad de Salamanca, tuvo varios encontronazos con otros miembros del claustro, quienes le reconvinieron las muchachadas que proponía: merece ser tenido en cuenta que entre ellas estaba una encendida defensa de la instalación de una Academia de Jurisprudencia con la que renovar los anquilosados estudios de Derecho. En su caso, esta valentía -tal vez algo temeraria- estaba reforzada por una inteligencia fuera de lo común, que nuevamente le distinguía de otros contemporáneos suyos. Si bien sentía una curiosidad natural hacia ellas, su talento no le inclinaba ni a las ciencias ni a las letras -solo publicó un libro, la traducción al castellano de un drama de Voltaire, más conocido por la polémica que suscitó entre los cómicos madrileños su explícita apología del neoclasicismo que por la calidad de su versión-, sino hacia la política.
De acuerdo con las memorias de José García de León y Pizarro, fue un auténtico estadista, “superiorísimo a todos los hombres de talento que habían ocupado los ministerios mucho antes”. Sin embargo, no pudo desarrollar todo su potencial.
Revolución francesa La juventud de Urquijo coincidió con los sucesos que al norte de los Pirineos darían lugar a la Revolución Francesa, trastocando la pretensión de los ilustrados de convertir a la universidad en su reducto, pues para los docentes más conservadores eran simpatizantes de los enemigos de la patria. Gracias a sus influyentes conexiones, cambiaron las aulas por las oficinas de la Administración real, donde su inclinación por la cultura foránea no despertaba tantas sospechas.
De ahí que las covachuelas de la Secretaría de Estado, entonces la institución de gobierno más importante del Reino, curtieran a Urquijo como un funcionario eficaz que desentonaba de otros miembros de la plantilla tanto por su preparación técnica como por su solvencia intelectual. No serían sin embargo estas virtudes las que le llevarían a ponerse al frente de la Secretaría de Estado sino la casualidad, ya que fue habilitado mientras su titular se recuperaba de una larga convalecencia.
Por aquellas fechas -mes de agosto de 1798- sería desterrado Jovellanos, el ilustrado en quien tantas esperanzas se habían depositado poco tiempo atrás como secretario de Gracia y Justicia. La situación de Urquijo era apurada en extremo, pero consiguió persuadir a los reyes de su valía por el manejo que mostró de las negociaciones con la República francesa, vital aliada.
Durante los dos años que se mantuvo en el poder, pese a caminar en todo momento sobre un precipicio, dirigió el que es tenido por el gobierno más ilustrado del XVIII español. Argumentos no faltan para esta consideración: confirió a los obispos españoles la facultad de otorgar dispensas matrimoniales -evitando el engorroso y caro trámite de que fueran tramitadas en Roma-, atajó los abusos de celo del Santo Oficio, estableció el telégrafo, introdujo la vacuna de Jenner, promovió la expedición de Humboldt por América, impulsó la conservación de los restos arqueológicos en la Real Academia de la Historia, y así un largo etcétera, sin olvidar la defensa de los fueros vascos de la que ya hablamos en otro artículo.
Urquijo pudo desarrollar una política marcadamente reformista, pero no avanzó más porque carecía de apoyos suficientes. Como bien se sabe, los ilustrados españoles no conformaron un partido que les cohesionara y sirviera de apoyo a la carrera política de sus asociados. Las intrigas cortesanas condujeron a Urquijo a prisión y a un destierro que duraría años. El alejamiento de los asuntos políticos no le mantuvo inactivo, interviniendo como mediador en dos acontecimientos destacados: la Zamakolada de 1804 y la marcha de Fernando VII a Baiona que tuvo lugar cuatro años más tarde. En ambas actuaciones sus miras estuvieron guiadas por el interés general, ya fuese el del Señorío de Bizkaia o el del Reino de España, pero sus gestiones no obtuvieron el reconocimiento merecido.
Apoyo a Bonaparte En 1808 Urquijo tuvo su segunda y última oportunidad de participar en política. Como conocedor de primera mano de los sucesos que desembocarían en el bochornoso episodio de las abdicaciones de Baiona, apoyó la instalación de la dinastía Bonaparte, tanto para conjurar la amenaza de que Napoleón invadiera y trocease el reino, como para poder implementar las reformas que los ilustrados consideraban necesarias y que quedaban pendientes desde el reinado de Carlos IV. Como si no hubieran pasado ocho largos y trascendentales años desde que fuera destituido.
Durante esta etapa, Urquijo -uno de los personajes más influyentes de la corte josefina- estuvo muy activo en la guerra propagandística que se desarrolló de forma paralela al conflicto armado. Pero estos esfuerzos resultaron en vano. Todas las medidas innovadoras implementadas por los josefinos, de carácter liberal, comenzando por la que fue la primera constitución española, quedaron sin valor a causa de la derrota militar. Por si fuera poco, se vieron forzados también a marcharse.
Urquijo murió con apenas 47 años sin muchas esperanzas de regresar a una tierra donde volvían a reinar los Borbones y era arrumbada la Constitución de 1812. Mientras que algunos compañeros de infortunios se deslizaban a posiciones más posibilistas que les llevaría a asumir el absolutismo fernandino, Urquijo, en el poco tiempo que le quedaba de vida, adoptaría una posición muy diferente. Se construyó como coraza una imagen -un tanto interesada, todo sea dicho- que plasmó en una bella confesión:
“Yo me examino: la conciencia habla al hombre a sus solas. En el silencio de la noche, cuando el sueño no viene, repaso mi vida, y nada encuentro de que deba avergonzarme, ni como hombre público ni como ciudadano español. Esta tranquilidad de conciencia me hace superior a las injusticias y a las proscripciones”.
Frente a un oportunismo que le condujera a renegar de su pasado político, Urquijo, sabiéndose poco querido en España, optó por una posición irredenta, pero más digna, contrapuesta al legado que en aquella época representaban los famosos Fouché o Talleyrand. Casi veinte años después seguía defendiendo las que el embajador francés Charles Alquier definiera en 1799 como “ideas liberales muy pronunciadas”, ya sin los miedos y miserias derivados del Antiguo Régimen, libre por tanto de ataduras. Esto, respondiendo a la pregunta que nos hacíamos, es por lo que Mariano Luis de Urquijo merece ser recordado.