Errol Flynn; o Burt Lancaster. Esa es la imagen que nos viene a la cabeza cuando pensamos en piratas. Piratas de película. Piratas en blanco y negro. O, si hablamos de literatura, La canción del pirata (Con cien cañones por banda/viento en popa a toda vela, y aquí engolaremos la voz al declamar los versos de Espronceda). Y también La isla del tesoro, de Stevenson, El corsario negro, de Emilio Salgari?
Piratas de ficción, en definitiva. Pero ¿y si hablamos de piratas reales? ¿A cuántos podemos citar? Barbarroja, Francis Drake, Morgan?
Existieron piratas, sin embargo, que nacieron muy cerca de nosotros, piratas vascos como Jean Lafitte, Ixtebe Pellot o Michel le Basque, de los que apenas tenemos noticia y cuyas hazañas figuran con letras de oro en la historia de la piratería. Aunque la historia de la piratería está escrita más bien con sangre y mugre, y es una historia cruel y violenta, un relato del hambre y la injusticia, de la gangrena y la venganza (pero también de la libertad y la revuelta, no le quitemos todo el encanto).
La vida pirata es la vida peor
Los piratas, lejos de ese estereotipo idealizado de las películas y las novelas, no se hacían piratas por vocación, sino porque no les quedaba otro remedio. Sus tripulaciones las componían los desheredados de Europa y los esclavos huidos de América, los desertores, los perseguidos por la justicia, herejes, vagabundos, pobres de solemnidad? Aquellos para quien no había sitio en la tierra y su única salida para continuar vivos era la no-tierra, es decir, el mar (es por eso también por lo que el protagonista de mi novela, Los dueños del viento, que narra las peripecias de un muchacho vasco primero entre los corsarios de Iparralde y más tarde entre los bucaneros y filibusteros del Caribe, es el hijo de una bruja de Zugarramurdi, procesada durante el famoso auto de fe de Logroño de 1610; es decir, otro perseguido y , en consecuencia, carne de cañón para convertirse en un ladrón del mar).
La vida pirata no era pues la vida mejor, tal y como cantaba el Peter Pan de Walt Disney, sino una existencia marcada por la violencia y la crueldad. De uno de los piratas más famosos, El Olonés, se contaba por ejemplo que acostumbraba a arrancar con sus propias manos los corazones de sus prisioneros, para después masticarlos y escupirlos al suelo.
Michel ‘le Basque’ y las cofradías piratas
Uno de los principales aliados de este caballero fue precisamente un vasco, Michel le Basque, nacido en Donibane Lohizune con el nombre de Michel Etchegorria. Junto a El Olonés llevó a cabo una de las más famosas y sanguinarias gestas de la piratería, el asalto de Maracaibo, en 1666, de la cual da testimonio el que fuera médico de a bordo en la tripulación de El Olonés, Alexandre Olivier Exquemelin. Su libro Bucaneros de América es sin duda una de las principales fuentes de información sobre los hábitos piratas. En él describe minuciosamente, por ejemplo, la geografía, flora y fauna de la que se convertiría en uno de los refugios de los piratas del Caribe, la mítica Isla Tortuga. En ella los bucaneros (cazadores expulsados por los españoles del norte de La Española y abocados de esa manera a convertirse en filibusteros) crearon sus propios códigos, leyes y cofradías, como los Hermanos de la Costa, que se regían por una especie de socialismo libertario avant la lettre. Y así, mientras en Europa imperaba un régimen prácticamente feudal, los Hermanos de la Costa elegían a sus capitanes por votación, repartían los botines equitativamente, abolían la propiedad privada (los barcos estaban a disposición de todos) o contaban con su propia seguridad social, un sistema de indemnizaciones que compensaba a quien resultaba herido o mutilado en un abordaje; todo ello, además, sin hacer distinciones entre sus cofrades de raza, nacionalidad o religión, aunque, por supuesto, dentro del contexto de la época, en la que las mujeres no es que no tuvieran derechos, es que ni siquiera existían. De ahí otro de los tópicos recurrentes en la imaginería pirata, junto el tesoro, los loros o, los barcos fantasmas: la mujer pirata que para serlo debía hacerse pasar por hombre, del mismo modo que sucedía en otros ámbitos, como la marinería comercial o la armada; recordemos uno de los casos más conocidos entre nosotros, el de la donostiarra Catalina Erauso, la monja alférez.
La leyendas de Jean Lafitte y Pellot
No muy lejos de Isla Tortuga, en la desembocadura del Misisipi, estableció su pequeño reino, la ínsula Barataria -sí, como la de Sancho Panza, pero esta real- otro legendario pirata vasco, Jean Lafitte. Legendario porque todo lo referido a su vida está rodeado de misterio. Incluso su lugar de nacimiento, aunque todo parece indicar que fue Baiona hacia el año 1780, y, si no, nosotros nos sentimos también con la autoridad de afirmar que Lafitte fue vasco -la autoridad antiautoritaria del escritor labortano-guipuzcoano Marc Legasse, que escribió que los vascos nacen donde quieren, allá donde no haya una bota sobre sus cabezas que tape el sol-.
De Lafitte se cuenta, por ejemplo, que el gobernador de Nueva Orleans ofreció como recompensa a quien le llevara su cabeza mil guineas y que Lafitte dobló la recompensa y añadió a ella un barril de ron para quien le llevara la cabeza del gobernador; o que parte de lo logrado en sus abordajes lo empleó para financiar el Manifiesto Comunista; o que fue dandi y vividor en Luisana, o cartógrafo en Arkansas; o que inspiró el poema El Corsario, de Lord Byron.
Aunque para inspirador, si no de ese poema, sí de trepidantes películas o novelas de acción (de hecho, uno de los personajes de Los dueños del viento, el capitán Kuthun, se inspira en buena parte en él y, en otra buena parte, en Lafitte) bien podría haber sido otro pirata vasco de vida azarosa como el corsario Ixtebe Pellot, nacido en Hendaia en 1765, una especie de Mortadelo de la piratería, burlón, aventurero y sagaz. De Pellot, cuyas andanzas bélicas llegaron a oídos del mismísimo Napoleón, quien le ofreció un destacado puesto en su armada, que aquel rechazó (¡qué placer tan enorme, decir no a un poderoso!), se cuenta que era aficionado a la danza y los disfraces, y que cuando era capturado amenizaba a sus carceleros con pequeñas actuaciones. Fue así como en una ocasión pidió a sus captores un traje de gerifalte, para representar una obra de teatro, y que caracterizado de esa guisa, consiguió no solo fugarse, sino que sus carceleros se cuadraran a su paso.
Pellot, Jean Lafitte o Michel le Basque forman parte de una larga saga de marineros vascos, que además de a la pesca, el bacalao en Terranova o los balleneros en los mares del norte, durante mucho tiempo se dedicaron al corso, es decir a practicar la piratería, pero al servicio de un Estado; o después a establecerse bajo bandera propia, la bandera negra o roja de esqueletos amenazantes y relojes de arena, que marcaba el tiempo de vida que restaba a aquellos a los que abordaban. Historias, en definitiva, de un mundo tan evocador como poco conocido como es el de la piratería, en general, y el de la piratería vasca, en particular.