Hace un año por estas fechas, hicimos un pequeño recorrido sobre los chacolís de Begoña, espacios de encuentro y esparcimiento de chimbos y mahatsorri(s), una costumbre decimonónica de bilbainos y begoñeses que sobrevivió hasta la explosión urbanística del Bilbao de 1960 que llevó consigo el suelo rústico y los caseríos que, hasta entonces habían sobrevivido en los aledaños de la urbe. Hoy lo retomamos, de la mano del que fuera, tras la guerra civil, el médico de cabecera de Begoña, el doctor Gregorio de Urcaregui, quien, en sus diarios andares por caminos, estradas y calles, visitando enfermos, reunió una curiosa colección de jarras de txakoli, regalo de sus pacientes y amigos.

Gregorio de Urcaregui Madariaga nació en el desaparecido chalet familiar contiguo al convento de Santa Mónica, número 11 de la calle Santa Clara, actual Zabalbide, detrás de la Basílica de Begoña, aún entonces República. La casa había sido construida a finales del siglo XIX por su padre, Gregorio de Urcaregui Otxandiano (1869-1927), maestro cantero, contratista de obras y constructor en varias de las emblemáticas edificaciones de la época como la remodelación de la fachada de la basílica (1901-07) o el bilbaino Palacio Chavarri (1889-96) de la Plaza Elíptica, siendo los excedentes de piedras de diferentes tonos de este último, los utilizados en su construcción, conocida por ello, como la casa Cuatro Colores. Gregorio hijo, después de licenciarse en Zaragoza, empezó a ejercer de médico de cabecera en 1934, como ayudante de don Antonio Eguiluz, el médico titular de Begoña desde mayo de 1909 y que le había ayudado a nacer a finales de dicho año. Trabajó durante más de cuatro décadas en Begoña y también en Bilbao, donde se trasladó a vivir a finales de los 50, aunque sin abandonar nunca su consulta, en la plaza de Begoña número 7, actual Su Santidad Juan XXIII, junto al desaparecido Bar Julio.

Entre 1934 y 1980 Don Gregorio fue el etxeko medikua como le llamaban sus clientes, entraba en los caseríos, que solían tener la puerta abierta, sin llamar hasta la cocina, como si de uno más de la casa se tratase. Pasaba horas en la cabecera de sus pacientes dándoles cariño y salud; conocía el sarampión de cada familia, la tosferina que no terminaba, el anciano que necesitaba ser escuchado, la mujer que no podía curar la gripe de tanto trabajo? Y él era para todos, su médico y su amigo. Hasta que se instauró el servicio de urgencias, a finales de los años sesenta, Gregorio, como todos los médicos de cabecera de su generación, trabajó durante las veinticuatro horas, día y noche, todos los días del año, incluidos domingos y festivos.

Tras 46 años de plena dedicación se jubiló en diciembre de 1979, debido a su mal estado de salud que le impedía seguir ejerciendo como él hubiera querido y había tenido la intención de hacer, agradeciendo a sus clientes, en una carta de despedida, su amabilidad y sus atenciones. Fueron cuatro generaciones de mahatsorris las que pasaron durante esos años por delante de sus ojos azules y quizás por eso, porque en todos dejó cariño, en un acto sencillo y familiar, en noviembre de 1981, recibió el homenaje de sus amigos, compañeros y pacientes, al que asistieron más de 250 personas. El 10 de junio de 1987, tras una larga enfermedad, fallecía a los 77 años en Bilbao. Gregorio de Urcaregui además de médico, marido y padre de familia, dedicó su escaso tiempo libre a coleccionar objetos de la vida cotidiana de un mundo rural que desaparecía ante sus ojos, la mayoría obsequio de sus clientes y que hoy resultan peculiares, como los cencerros de todos los tamaños y formas o las jarras de txakoli de las que nos vamos a ocupar. Aunque como él mismo decía, la más valiosa de todas sus aficiones, fue la de coleccionar amigos.

La colección Las jarras se conservan aún hoy, tal y como las guardaba Gregorio de Urcaregui, detrás de los libros, en las estanterías de la biblioteca de su casa. Una variada colección de 51 jarras con una receta médica con membrete en su interior, en la que se referencia, escrito de su puño y letra, el nombre del chacolí de procedencia. Con excepción de las dos jarras de agua originarias de los chacolís de Urriñaga y Pantoa, las 49 restantes responden a la clásica forma de las jarras de txakoli, esbeltas, con poca panza y boca abierta, para el servicio de este vino joven y de temporada que empezaba en torno al domingo de Pascua y duraba sin tregua, por riguroso turno entre los distintos caseríos chacolineros, hasta finales de mayo. Son jarras de barro cocido, impermeabilizadas con esmalte blanco estannífero enteramente al interior y en forma de pañuelo por fuera. En 16 ejemplares el blanco es sustituido por el característico color amarillento del engobe, una pasta de arcilla y barniz trasparente, cubierta de posguerra. De las esmaltadas, ocho están decoradas con un motivo vegetal en color verde que, aunque recuerda a la rama de laurel o branque utilizado por los chacolineros para anunciar el espiche de sus bocoyes, es una decoración habitual en todo tipo de jarras, eso sí, de cierto porte y precio. Además de las decoradas hay siete jarras que presentan marcas de propiedad, realizadas con pintura acrílica, bien de rayas de color, como las de Gazteluiturri y Uriarte, o con iniciales, caso de Chopoli (CH), Matías (M), de la viuda Añabeitia Mena (AM) o de Jesús Lozano (JL) del de Simón.

Las jarras proceden de 32 chacolís ya que, en algunos casos son dos, tres y hasta cinco, las piezas de un mismo caserío, como las del chacolí Uriarte. Una amplia muestra de establecimientos, bien de temporada o permanentes, de la primera mitad del siglo XX repartidos por la Begoña más rural en los aledaños de un Bilbao cada vez más ansioso de trepar ladera arriba con las urbanizaciones de Uribarri, Otxarkoaga, Txurdinaga y Santutxu. La actual fisonomía urbana e incluso el callejero dificultan la ubicación de estos caseríos que se encontraban alineados en torno a los caminos de la antigua anteiglesia, conectados por ellos al núcleo en torno a la Casa y plaza de la República, y la Basílica. Los chacolís los hemos ordenado por los actuales distritos begoñeses: Begoña, Otxarkoaga-Txurdinaga y Uribarri, aunque recorriendo los caminos por los que Urcaregui anduvo antes de que desaparecieran en la actual maraña de calles.

El distrito de Begoña que, acoge el espacio en torno a la Basílica y el barrio de Santutxu, tiene en el camino de Iturriaga la vía de comunicación entre el núcleo begoñés y Bolueta, hoy cortado por la BI-625. En esta vía, en terrenos de Luis Briñas y hoy Colegio Público del mismo nombre, se localizaban tres de los chacolís representados con una jarra cada uno: el de Puerta Roja en el caserío Torre, de Norberto Urquiza y Polonia Arabio-Urrutia, el de Echeandia también conocido como Hotel Carlton, y el de Arrieta de Pachico Arrieta junto al camino de la Troka.

El distrito de Otxarkoaga-Txurdinaga es el que tiene una mayor representación de jarras, 32 de 17 chacolís. Iniciamos la relación con el mencionado de Uriarte (cinco jarras) o Mosu en el camino de Errekako, de Manuel Uriarte y su hijo José Antonio, seguido del desaparecido Garaizar (tres), en el camino del mismo nombre, que albergaba dos chacolís, el de Cabila, de Basilio Echevarria y el de San Verde de Benigno Echevarria. En Zabalbide se localizaban dos establecimientos permanentes, el de Matías Sarasola (una) con amplios comedores, colmado y estanco que tuvo que abandonar, tras la guerra, al ser castigado por nacionalista, traspasándolo, en 1942, a la familia Gallaga que venía de explotar el Toki-Ona de Bilbao, y el de Cadena Vieja-Katezarra (una) de Raimundo Gaztelu y Juliana Barrenetxea, relevados por sus nietos Elisa e Isidro Gazteluiturri del chacolí del mismo nombre, que a su vez pasaron el testigo a otro hermano, Mundin y su mujer Pili Azkuna, recordada por sus tortillas de patata. Justo enfrente, en camino Monte Abril antigua Calzada a Gernika, estaba el chacolí con juego de bolos de Urruñaga (una) de Antonio Sauto. Los doce restantes se situaban en el entonces denominado camino de Otxarkoaga que empezaba en Zabalbide, a la altura del actual Depósito de Aguas, y terminaba en Bolueta, El primero, de Feliciano Recalde (dos) en La Corrala como lo atestiguan las grandes tinas que aparecieron en el sótano al derribarse la casa en los 60. El siguiente, el famoso Madariaga (tres) en el cruce con Artalandio, de Felipe y Pablo Echevarria, el más potente en cuanto a calidad y producción de chacolí y esmerada cocina a cargo de Mari. En Artalandio, en el caserío que da nombre al camino, el de Teles (una) diminutivo de Telesfora Larraceleta y el de Chopoli (una) cuyo nombre vive en el recuerdo de sus vecinos, no así el establecimiento.

Tres en el caserío Arteche De nuevo en el camino de Otxarkoaga, junto a la estrada de Abaro se situaban los tres chacolís del caserío Arteche; el de Isabel Añabeitia o de la Viuda (una), el de Melchor (una) Basterrechea y el de su hermana Cenobia (una) La Rubia, cada uno con su producción y clientela. El siguiente era el de Lozoño (una) en funcionamiento hasta la guerra, de los hermanos Begoña, Nicolás, fallecido en 1944, e Ignacio, el célebre Artaburu. Una hermana, Juliana, se casó con Juan Gorostiaga del chacolí Larracoeche (dos), situado un poco más adelante junto al camino de Arbolantxa, donde también se encontraba el de Fidel Elorriaga (dos) en una de las viviendas del caserío Goicoeche y, último abanderado que portó la enseña de San Isidro. Los tres últimos chacolís son los de Plazacoeche (dos) de Evaristo Zarate conocido como El Gobernador, el de la Viuda de Gazteluiturri (tres) aludiendo a Andresa Gaztelu, conocida por sus cazuelas de bacalao al pilpil, y el de Santiago Maguregui (una) y su mujer Luisa Beldarrain que, a partir de 1954, continuaron como taberna sirviendo comidas a los obreros que trabajaban en la construcción de los nuevos barrios de Otxarkoaga y Txurdinaga. Del distrito de Uribarri son diez los chacolís representados en la colección de Urcaregui, cuatro en la cima de Artxanda, el de Isidro (una jarra) Aurrecoechea hoy convertido en restaurante, el de Simón (dos) Lozano y Martzel Bilbao, en jurisdicción de Sondika y el de Valentín Egusquizaga (dos) en el caserío Mendicoeche, los tres en camino de San Roque y, el de Pantoa (una), apodo de Máximo Gorostiola en el caserío Iketxas, del camino Saratxe, Zamudio. Los restantes se sitúan en Uribarri, entre los que sobrevive el Abasolo (dos) de José Girondo en Vía Vieja, único establecimiento donde todavía se puede intuir el ambiente de los chacolís populares de antaño. Más abajo, en la ladera, junto al antiguo matadero se encontraba el Montaño (una) de la familia Gerrikaetxebarria que, al cerrar Larrazabal en 1958 adquirió sus jarras y vasos y, por último, los cinco del camino de Trauco, principal vía de comunicación del barrio con la basílica. El de Patillas (una), apodo de Gervasio Bilbao y, de su mujer Eleuteria Aguirre, muy considerados por la calidad de su chacolí y bacalao en el caserío Echerre, el de Larrazabal (una más dos) de José Julián Urrutia y descendientes ya que tres de sus hijos siguieron con la tradición; Patricia y Juan en el caserío, y Esteban en el de Trauco (una) donde subía la corporación municipal a probar el primer chacolí de la temporada.