hoy se cumplen tres meses de las últimas elecciones generales y, además de la falta de capacidad de consenso que vienen acreditando quienes aspiran a formar gobierno en el Estado, lo que viene marcando el momento político es la interinidad convertida en dejación de funciones por parte del Ejecutivo de Mariano Rajoy.
Este Gobierno cobra la sopa boba a la espera de que al PP le caiga en la mano otra legislatura por la incapacidad propia y ajena de ceder a favor del consenso. El crujir de dientes que acompaña a este fantasma lo provoca a su alrededor por las consecuencias de su inacción. Ausente Rajoy, que reitera que aspira a gobernar, espera hacerlo por decantación; no busca contacto con nadie ni presenta un programa y una candidatura en el Congreso. Solo confía en que su obstruccionismo se vea premiado por la incapacidad ajena de definir una alternativa.
Le asiste la razón al presidente español cuando sostiene que la situación postelectoral le impide tomar grandes decisiones que supongan iniciativas que condicionen al futuro gobierno. Es cierto que, si durante este período se hubiera dedicado a una hiperactividad ejecutiva no respaldada por una mayoría social, le estaríamos sacando cantares. Pero tampoco es de recibo que se abandonen las responsabilidades de afrontar las necesidades de la economía y la sociedad o se actúe a criterio selectivo de su conveniencia política mientras se hace dejación en otros campos.
La semana ha dejado ejemplos de ese criterio selectivo en la acción o inacción del Gobierno. Instalado en la comodidad de no dar explicaciones, el Ejecutivo se ha negado esta semana a comparecer ante el Congreso, que le había citado en comisión. El ministro de Defensa, Pedro Morenés, dejó vacía la silla que le correspondía cumpliendo así lo anunciado previamente.
El debate, aunque se revista de fondo jurídico, no lo es. No es tanto que se determine si el Ejecutivo en funciones debe o no estar sometido a la labor de control del legislativo, a lo que se niega el equipo de Rajoy. Es la concepción que de sí mismo tiene y que le induce a no tomar riesgos. El PP apuesta ya por la repetición electoral y está en precampaña hasta junio. No quiere desgastes.
Cuando el secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, José Luis Ayllón, argumentaba días atrás los motivos por los que el Gobierno no se sometería a control del Parlamento, utilizó un símil que retrata una concepción: sería -vino a decir- como si se pidiera la comparecencia de Felipe González, que lleva 20 años fuera del Gobierno. Y remató afirmando que este no es el Congreso que eligió a Rajoy presidente y solo a ese que le otorgó la confianza debe responder.
La simpleza no resiste el mínimo escrutinio. En primer lugar porque, en funciones, el actual Ejecutivo sigue gobernando. Felipe González, no. En segundo, porque la función de control no deriva de la relación de confianza entre el Ejecutivo y el Legislativo sino que le es propia a este último. En términos de legitimidad, es más legítimo este Parlamento, recién refrendado en las urnas en diciembre pasado, que aquel Gobierno, constituido en base a una realidad política coyuntural cuatro años atrás que ya no existe en la sociedad.
Este Gobierno que no quiere ser controlado se permite, sin embargo, tomar decisiones de envergadura como recurrir, a través de la Abogacía del Estado, la Ley vasca de Vivienda o el decreto que restituye las 35 horas a 70.000 funcionarios de la administración general vasca. Una decisión política, que busca el conflicto de competencias entre las de Euskadi y la recentralización practicada por medio del abuso de la legislación básica por el PP en la última legislatura.
Selectivo, pues, a la hora de considerarse en activo o en funciones. Con el agravante de que el recurso deja como legado al próximo gobierno una decisión que podría ser revisada por él mismo en la Administración del Estado. Como ya aprobó, justo antes de las elecciones de diciembre, la batería de devoluciones de las condiciones laborales recortadas a los funcionarios españoles por si así caía más simpático. Sin embargo, hoy se retrata en el absurdo de recurrir en Euskadi una jornada que podría restituirse a los funcionarios españoles esta misma legislatura.
Esta desaparición del Gobierno, contagiada por la de su presidente tanto en calidad de tal como de candidato a la reelección, ha tenido también un acusado ejemplo en la actitud del ministro de Industria, José Manuel Soria. Si no fuera porque ha hecho tendencia de este proceder durante la legislatura pasada, su desaparición de la primera línea de acción institucional, de la segunda y de la tercera, daría como para preocuparse por su integridad física.
Pero su negativa, por ejemplo, a acudir a la reunión europea en la que debía debatirse la situación de la siderurgia, con la crisis de producción y costes de todos conocida, que amenaza en Euskadi a miles de puestos de trabajo, no es sino una sangrante práctica habitual de ausencia de iniciativa. El Gobierno de Rajoy ha carecido de política industrial. No tiene planes para su relanzamiento ni considera que su función sea propiciar un renacer de la actividad productiva, de su modernización o su internacionalización.
La estadística que sujeta el discurso del fin de la crisis se la dan los servicios y el turismo, de modo que no hace falta mostrar competencia en industria para cubrir ese expediente. Como tampoco ha sido capaz de definir una política sobre energía en la que, con los precios internacionales más bajos que se recuerdan, su coste deje de jugar contra la competitividad de las empresas en el Estado.
Esa herencia es una más que deja para el próximo gobierno éste en funciones. Quizá la consecuencia más pesada de todas sea un presupuesto diseñado con la prioridad electoral del pasado año. Un presupuesto que no se cree nadie en sus expectativas ni en su cumplimiento y que Bruselas exige revisar para cumplir las obligaciones impuestas en materia de déficit. El retraso en el arranque de facto de una nueva legislatura provoca que el próximo gobierno vaya a tener menos margen de negociación porque ésta comenzará más tarde.
A este Gobierno español que no gobierna y no quiere dar explicaciones le pueden recordar también que en su precampaña electoral vigente se ha dedicado a convocar oferta pública de empleo de la que se ha acordado precisamente ahora que está en funciones: casi 20.000 empleos públicos lleva convocados en estos 90 días. A ese ritmo, en una legislatura habría creado 320.000. A nadie se le escapa que no ha sido el caso y que, de haberlo sido, habría quebrado las cuentas del Estado. Debatir sobre todo esto, controlar estas iniciativas y poner en contraste con el criterio de la oposición los motivos de estas decisiones también es garantía de la separación de poderes. Pero eso implica concebir la democracia como algo más que una sucesión de ciclos electorales.