Bilbao. Aunque sea un poco tarde, amatxu, he decidido escribirte estas líneas para contarte algunas cosas que hubiera tenido que decirte antes. En nuestra familia no somos muy dados a exteriorizar los sentimientos, tú tampoco lo eras, pero eso no quiere decir que no los tengamos. Y hoy, por ti, los voy a proclamar a los cuatro vientos, seguro de que mis hermanas, cuñados, hijos, sobrinos y resobrinos sienten igual que yo. Lo hago además en el DEIA de tus amores, tu periódico desde el día que salió, el que leías todos los días de primera a última página. Estoy seguro de que sabrás hacerte con la edición celestial de ahora en adelante.

Lo primero que quiero decirte es que siento veneración, adoración por ti. Traerme al mundo casi te cuesta la vida hace cincuenta años, tras un parto que duró días y terminó en una cesárea envenenada, como esa hernia escondida que ayer te quitaba tu sonrisa casi perpetua. Desde entonces, la vida a tu lado ha sido muy buena. Has sido -y seguro que a aita no le hubiera importado este reconocimiento- el centro y el sostén de nuestra familia. Todos hemos bailado a tu alrededor, hemos aprendido más de tu ejemplo que de tus órdenes (aunque cuando había que ponerse seria, también sabías -usando tus propias palabras- poner tieso el bigote) y has bordado tu papel de matriarca del clan, de esa piña en que supiste convertir a tu familia, una familia cada vez más grande pero siempre muy unida, siempre en torno a ti.

sin adolescencia Como tantos otros de tu generación has tenido una vida dura. La idílica vida del baserri de principios de siglo pronto se vio truncada por una guerra civil que te hizo pasar de la infancia a la madurez sin pasar por la adolescencia. Con tu hermano mayor gudari muerto, había que sacar adelante las labores de casa. Con dieciséis años tuviste que coger el carro y a tu caballo Rubio e ir a vender la leche a Portugalete todos los días. Años convulsos en los que a nuestra familia primero los republicanos le castigaban por católicos y luego los fascistas por separatistas. Ahí se te cincelaron las ideas abertzales que luego mamamos todos los de casa, aunque en esto aita era más radical que tú y te tocaba, a veces, ponernos el freno a los dos. Y eso me lleva a otra de tus características. Sabiendo leer y justo las cuatro reglas, tenías un sentido común y una inteligencia natural de esa que no te dan en la universidad. Pero por si acaso, te preocupaste de que todos, tus tres hijas y yo, tuviéramos los estudios que quisiéramos, aunque para ello y para complementar los justos duros que aita traía con el camión, tuvieras que ponerte a vender carbón y leña. Y en Sanfuentes pasaste de ser "Luci la lechera" a ser "Luci la carbonera". Del blanco al negro pero siempre trabajando para los de casa. Y aún sacabas tiempo para plantar en la huerta hileras de vainas, patatas, puerros y criar gallinas para que no nos faltara comida en la mesa.

Has sido una mujer de valores. Religiosa pero no mojigata, asidua de la Iglesia y creyente, pero de un Dios bueno, misericordioso y no de uno autoritario. Nos has inculcado a los de casa unos principios que ojalá sepamos mantener y transmitir a nuestros hijos e hijas. Últimamente te pasabas la vida rezando, sobre todo por mí -decías- no sé si porque me veías mas necesitado o mas pecador. Ayer me asía a tu camilla del hospital de Cruces porque no quería separarme de ti en tus últimos momentos, porque no terminaba de creerme que por la mañana hubiéramos estado hablando de podar la palmera de delante de casa y en unas pocas horas era tu vida la que iba a ser podada. Ahora tendré que agarrarme a tus creencias para tenerte siempre conmigo, para que ese vacío enorme que ahora siento se llene cuanto antes. Y he empezado por escribirte para que sepas -aunque entre nosotros una mirada valía mas que mil palabras- la huella que tu vida nos ha dejado a todos los de casa. Amatxu, maite zaitut!