EMPEÑARTE en conocer el sistema democrático, confiar en su capacidad de detectar los problemas y rectificarlos, votar y sentirse representado por los ciudadanos que resultan elegidos es, desde el pasado 14 de mayo, la expresión más vanguardista del anquilosamiento y la antigüedad. Quien muestre cierta simpatía a los políticos puede ser acusado de retrógrado y asentado, de estar alienado o de permitir e incluso fomentar la corrupción.

Lo que recomiendan los acampados y los progresistas que han visto en los primeros la oportunidad de separarse de Rodríguez Zapatero, es ser asambleario y, por no entorpecer la unanimidad, no entrar en profundidades. Desde mediados del mes pasado, las agresiones sexuales (como las denunciadas por varias víctimas en la acampada de la Plaza del Sol), o la sensibilidad de género (el movimiento se autoproclama de indignados como si no hubiera indignadas) son una cuestión menor. Lo importante es protestar porque hay políticos, quejarte en voz alta por que hay elecciones, demostrar que el sistema está corrupto desde una tienda de campaña pero con internet móvil y red eléctrica proporcionada por los ayuntamientos, esos canallas.

Cualquier acción policial debe considerarse violenta y una coacción a las libertades de expresión y reunión. Un manifestante, en mayo de 2011, en España (el matiz geográfico es capital) es sagrado. No se le puede tocar, no se le puede sugerir que tal vez esté equivocado. Un indignado siempre tiene razón, aunque no sepa explicar los motivos que le han llevado a acampar. Para demostrar pureza en el alma hay que gritar "no nos representan".

Pero también hay que saber con quién meterse: al rey mejor mencionarle pero no montarle ninguna manifestación a la puerta del palacio. Y en Donostia, también, cuanto menos ruido se haga, mejor, a ver si Izagirre va a sentirse molesto. Porque la indignación se despertó en mayo, que, antes, la anulación de Sortu y la suspensión de Bildu no eran suficiente motivo. Por supuesto, el resultado electoral a la carta de Patxi López en 2009 tampoco era digno de una respuesta. Ni mucho menos el apoyo del PP al PSOE en algunos municipios vascos antes incluso del pacto de hierro entre Basagoiti y Ares. Todo eso no era indignante, pero las cejas de Gallardón, hoy, sí lo son.

Por supuesto, la escalada de violencia es culpa de otros: la policía, que se infiltra, o los políticos, que provocan a los manifestantes cada vez que intentan acceder a un parlamento en el que está representada la ciudadanía. Y por encima de todos ellos, la culpa la tienen los medios de comunicación. Un indignado es blanco y puro, y hasta paraliza desahucios si se lo propone.

El premio Nobel, Thomas Mann escribió que "la política ha nacido de la conjunción entre la literatura y la humanidad". O lo que es lo mismo: el conocimiento y la sensibilidad. La negación de esta realidad lleva, inequívocamente, a la violencia y la ignorancia. Y lo que empezó como un movimiento del que aprender lecciones de civismo parece abocado a un final trágico y verdaderamente indignante. Manifestarse por todo, contra todos, en todo momento y en cualquier lugar es manifestarse por manifestarse, y manifestarse por nada. Y el "conmigo o contra mí" ha calado entre los indignados tanto como que protestar es una barra libre.