Ayer terminó la primera fase de la adjudicación de entradas para asistir a la final de Copa, la oficial digamos. El club, mediante sorteo, repartió entre sus socios el número de billetes anunciado, que se sabía insuficiente para saciar la demanda: menos de la mitad de los inscritos se vieron agraciados. Ayer mismo, dio comienzo la segunda fase del proceso que conduce a ocupar un asiento en La Cartuja el 6 de abril. Consiste en rascar donde sea, donde haga falta, el preciado bien negado por el azar.

Por tanto, la fiebre que genera el partido en cuestión no ha remitido. Al contrario, pues tras asimilar la decepción, ahora se reactiva el sueño de ser testigo directo de la conquista del título, que es como el entorno rojiblanco enfoca el pulso con el Mallorca. Habrá ocasión de escuchar versiones de lo más variopintas sobre la solución que permitirá a varios miles más no perderse el gran evento. Los desvelos contrarreloj, las teclas pulsadas, la cuantía extra a desembolsar. En fin, versiones actualizadas de aquellas leyendas que corrían el siglo anterior, donde incluso la venta del colchón tenía cabida.

Existen mil y una formas de vivir una final, pero está demostrado que hacerlo in situ ejerce un atractivo irresistible entre la gente del Athletic. Vale, pesa la tradición, viene de siempre, es una obsesión transmitida de generación en generación que, en vez de remitir, se ha exacerbado. Basta con fijarse en la actitud de los más jóvenes.

Para explicar este fenómeno que los ajenos a la causa miran desde la extrañeza y la envidia sana, el argumento de la pasión por el escudo se quedaría corto. En realidad, tiene que ver con el carácter, con una personalidad concreta, definida, enunciada en la expresión “somos de Bilbao”. De fácil comprensión, aquí y fuera. Quién no entiende la frase que empleamos, a mucha honra, para dejar claro nuestro origen. “Los de Bilbao nacemos donde queremos”, sería una variante, no menos celebrada.

Ser de Bilbao y ser del Athletic no deja de ser una mera reiteración. Aprovechamos lo uno para reivindicar lo otro, y viceversa. De ahí que, si cada cierto tiempo, el fútbol brinda la oportunidad de manifestar abiertamente el sentimiento de pertenencia, se hace a lo grande. Con un desembarco masivo donde toque, sin reparar en nada, a menudo por encima de las posibilidades materiales, con alegría y un punto de fanfarronería que no pretende molestar a nadie. Viene a ser un ejercicio de reafirmación, sano en la medida de lo posible, sin intención de montar bronca con los seguidores del equipo rival o los habitantes de la ciudad de acogida.

Pero si analizamos la final de Copa, tal cual está montada, es un sinsentido. Desde la perspectiva del Athletic resulta frustrante para un elevado porcentaje de su cuerpo social. Los organizadores, la Federación Española de Fútbol, hacen prevalecer un acuerdo económico que desestima alternativas lógicas y se decanta por un destino que plantea problemas de toda índole.

Sevilla es la ciudad más alejada de Bizkaia, con lo que ello supone en términos económicos y de seguridad; La Cartuja no reúne las condiciones para un partido de semejante relevancia, ni por aforo, ni por el campo, rodeado de una pista de atletismo, elemento contrario a la esencia del fútbol. No es ni medio normal que haya que habilitar cerca de La Cartuja zonas acotadas para los aficionados provistas de pantallas gigantes, a sabiendas de que ante estas se reunirá un número de personas similar al que accederá al estadio. Ni lo es que, con un título en juego, un club que convoca a 50.000 almas cada quince días, solo disponga de 17.848 localidades.