Hace ya tiempo que me tomo muy en serio las encuestas no por lo que dicen de los temas sobre los que se pregunta sino por lo que dicen de nosotros. El sociómetro vasco más reciente guarda la semilla de una mala hierba que será difícil de erradicar pero que no debería dejarse arraigar. Hay un 13% de los encuestados que no encuentra diferencias entre un régimen autoritario y una democracia y son especialmente recalcitrantes los menores de 45 años, lo que tiene su lógica dado han nacido después del franquismo y no tienen con qué comparar el privilegio de que, sin ir más lejos, les hagan esa encuesta y no les toquen la puerta de madrugada en función de sus respuestas. La verdad, no creo que el fenómeno sea exclusivo de la ciudadanía vasca, ni de la española ni de la italiana, por poner el caso. Intuyo más bien que tiene algo que ver con el modo en que se frivoliza para el común de la opinión pública sobre lo que es un entorno de orden y seguridad –que defienden algunos partidos plagados de muecas autocráticas– y con el modo en que vilipendian el funcionamiento de la democracia otros que –en demasiadas ocasiones desde la izquierda y por carecer del respaldo social suficiente– arremeten contra las instituciones que aplican políticas sustentadas por mayorías ajenas. Por el camino se quedan principios de igualdad, libertad y respeto que se sustituyen por la convicción de que el mejor sistema de gobierno es el que satisface nuestros deseos. Así, si la democracia los limita, es ella la que no nos satisface y se equipara a la autocracia. Es un peligroso caldo de cultivo de las bacterias que devoran la democracia y alimentan el populismo. Nos queda el consuelo de que, al igual que la dictablanda que sustituyó a la dictadura de Primo de Rivera no logró preservar la monarquía de Alfonso XIII del advenimiento de la república, esta suerte de demogogia –democracia penetrada de demagogia– no conduzca los sistemas de derechos y libertades hacia la indiferencia cuando se ven amenazados.