SOY muy de eso de currar cuatro días a la semana y librar los otros tres. Me parece la evolución natural. Dicen los que lo han probado que va uno más alegre al tajo sabiendo que ya no es el centro de tu vida; que te queda hueco para aburrirte a gusto en casa, solo o en compañía de otros, y se divierte uno haciendo planes para tanto tiempo libre casi más que ejecutándolos al aire libre o alimentando la inquietud cultural, deportiva u ociosa de cada cual.

También hay empresas encantadas con la productividad que se alcanza. No sé si las de cadena de montaje o producción para el consumo, pero supongo que la gestión administrativa-intelectual concentrada puede ser equivalente. Lo que llevará a algún gerente a medir el tiempo que se escurre hoy en la jornada laboral de cinco días si se llegará al mismo rendimiento mañana en cuatro.

Pero, volviendo a la evolución natural, no puedo dejar de pensar que, en el fondo, la jornada nace cuando se empieza a trabajar para otro. Antes, en las sociedades del autoconsumo, el tiempo se dedicaba a sostenerse uno; a procurarse los medios para comer y dormir, y era más bien poco. A los mártires de Chicago, va para siglo y medio que su oposición a la jornada de hasta 18 horas, les costó la vida un 1 de mayo. El eslogan de aquella lucha fue el triple 8: ocho horas de trabajo, ocho de ocio y ocho de descanso. Un siglo después, las 40 horas semanales dieron paso a las 37 y media y luego a las 35. Pero siempre por barrios: el progreso –también social– es cosa de pudientes. Porque cuatro jornadas de producción se complementarán con tres de consumo y alguien, en otra parte, currará para que llenemos nuestras horas de asueto con ese calzado de monte, esa fast food, el vestuario de ese teatro o esa pantalla plana que ofrece el negro más puro. Y, así, la jornada laboral que nació cuando empezamos a currar para otros, termina cuando otros empiezan a currar para nosotros.