Después del empate sin goles en Son Moix en la cuarta jornada, quedó la sensación de que el Athletic malgastó una excelente ocasión para llevarse los tres puntos. Visto el pobre nivel del Mallorca se pudo interpretar que el equipo no apuró a fondo sus opciones, como si se diese por satisfecho con el empate en un partido que un aspirante a Europa debe resolver a su favor. Esa impresión evocaba una lista de compromisos ante rivales inferiores que la temporada anterior no se rentabilizaron y al final, en la hora del balance, ayudaban a entender que el Athletic, una vez más, hubiese acabado en zona de nadie en la tabla, al margen del reparto de premios.

La reflexión tras lo sucedido el pasado domingo en San Mamés debe ser otra, más inquietante. Pese a que se conceda que el desenlace estuvo en el aire por la gran cantidad de acciones registradas en las dos áreas a lo largo de los casi cien minutos, la realidad es que la derrota se eludió en el último suspiro y esto no fue por casualidad.

El Valencia opositó con mayor fundamento a la victoria, pues no se dejó intimidar por el escenario, fabricó seis situaciones clarísimas para marcar –tantas como el Athletic– y supo amoldarse a los vaivenes del juego, a la alternancia de la iniciativa, con una propuesta muy ambiciosa con el 0-0, con el 1-0 y con el 1-1. Solo cuando tomó la delantera (minuto 69) adoptó un perfil más conservador, los cambios que introdujo Rubén Baraja fueron significativos al respecto, y no cabe obviar el enorme desgaste que exigió la contienda. No es broma ir de cara frente a un conjunto que, esté o no acertado, nunca para quieto y sigue intentándolo hasta la conclusión. Así se gestó la igualada, por pura perseverancia.

Rescatado un punto a golpe de riñón, lo que procede es analizar el deficiente rendimiento colectivo, así como en el plano individual y, por supuesto, la ausencia de recursos que mostró el Athletic para responder al fútbol del rival, aspecto que no es privativo de los futbolistas, que incumbe de lleno al entrenador. En la víspera, Valverde comentó que el Valencia se parecía a su equipo, aludiendo a la juventud que reúne en sus filas. Añadió que iría experimentando una progresión, a medida que esos chavales que alinea Baraja fuesen asentándose en la categoría. Bien, se diría que no va descaminado en su premonición, a su paso por Bilbao al menos ya dejaron una muestra del potencial que atesoran.

Lo que no resaltó Valverde es que el Valencia es un proyecto nacido de las urgencias, que en la liga anterior terminó con un margen de dos puntos sobre las plazas de descenso o que en verano se desprendió de una decena de futbolistas porque sus arcas están vacías. Si compite con chavales de la cantera es por pura necesidad, lo cual no quita para que el técnico esté realizando una labor encomiable. En vez de resignarse, Baraja ha apostado decididamente por promocionar en la élite a un grupo de novatos, dando rienda suelta a su imaginación y descaro.

Ese es el adversario al que en la undécima jornada le sobró un minuto para haber conquistado San Mamés. De no mediar el gol de Berenguer ahora poseería los mismos puntos que el Athletic. Siendo muy aventurado meterle en el saco de los pretendientes a plaza continental, a fecha de hoy la imagen del Valencia no resulta menos sugerente que la que desprende el Athletic. Más bien es al revés.

Cómo hay que tomarse que una plantilla en fase de reconstrucción acelerada y no tirando de chequera precisamente, se sienta capacitada de plantar cara en feudo ajeno a un equipo, en teoría, sólidamente estructurado y con una base ampliamente contrastada en la categoría, que se debe beneficiar de la continuidad de sus integrantes; en definitiva, un candidato permanente a meterse en Europa. Un Athletic que, según proclaman sus dirigentes, es superior al de hace un año.

Es imposible suscribir semejante ejercicio de autocomplacencia. Partidos como el último, donde quizás hayamos descubierto la existencia de un competidor directo al que no se esperaba, revelan una tendencia peligrosa con visos de agravarse en el corto plazo. La fórmula de Valverde, consistente en acumular personal en el vestuario para luego repartir el grueso de minutos entre catorce hombres y dejar al resto en la recámara, tuvo consecuencias fatales en el curso previo; sin embargo, mantiene su vigencia. Una política que no mira al futuro, cuando menos chocante al ser evidente que el grupo se está haciendo mayor, mientras los jóvenes entran poco y a destiempo. Dos botones de muestra: ¿para qué renuevan a Unai Gómez si no juega nunca? ¿para qué a Rául García, si tampoco lo hace?