DETENTE paso! Se asoma el paseante por la plaza Indautxu, antaño tan romántica y hoy de aires vanguardistas y la vista da la orden. ¡Quietos! Obedece la vista al recrearse a la altura del número 6 de la calle Aretxabaleta, uno de los laterales de la plaza, donde puede contemplarse uno de los edificios más bonitos y originales de Bilbao, construido en 1929 por el arquitecto Adolfo Gil. Este edificio se conoce popularmente por el apelativo de La casa de los aldeanos. Ya verán luego por qué.

Vayamos de salida al nombre de la calle. Con él el Ayuntamiento quiso homenajear en 1920 al eminente farmacéutico y bacteriólogo vizcaino José de Arechavaleta y Balparda, nacido en el barrio de Urioste, Ortuella, el 27 de septiembre de 1838 y falleció en Montevideo (República Oriental del Uruguay) el 16 de junio de 1912. En sus dominios se encuentran los edificios del Colegio de las Carmelitas y la citada Casa de los aldeanos. Y allí estuvo, con toda su majestuosidad, el renombrado chalé de Manuel Allende.

Veamos el por qué nos detenemos, por qué se hace caso a la voz interior que da la orden. La originalidad del edificio conocido popularmente por este apelativo se debe a las pinturas de su fachada principal, de factura tantas veces atribuida a José de Arrúe, y por sus decorados Liberty. Restaurada en 1986, hoy ofrece al transeúnte la característica temática que hizo famosos a los Arrúe (José, Alberto, Ramiro, Ricardo, Mentxu y Resurrección): baserritarras, romerías, arrantzales y aldeanas desarrollando labores diversas. Es todo un retablo de imágenes que relatan un viejo estilo de vida.

Viejos y jóvenes representando un sincretismo de vida y cultura muy representativo del imaginario de los Arrúe. Construida en 1929 por el arquitecto Adolfo Gil, uno de los últimos bilbainos con bombín o bimba, como la jerga local inventó, tuvo en Luis Lerchundi, un decidido mecenas.

Supuestamente, la incertidumbre de si fue José Arrúe o algún otro de sus hermanos (Ramiro y Alberto) quienes intervinieron en esta comanda, se ha mantenido ante la inexistencia de documentación de archivo que lo avale, aunque hoy se puede certificar con total exactitud la autoría de las pinturas y la mano ejecutante en la espectacular fachada: es la mano de Jesús Arraiz. No obstante, el estilo hace legítimo atribuirlo a José Arrúe, como de hecho se recoge en las biografías disponibles del pintor. La fachada, de cuatro pisos de altura, reúne 16 composiciones, que comprenden ocho parejas de figuras en sus diversas ocupaciones sobre un fondo geográfico que describe a toda Bizkaia. “Estas pinturas murales, una de sus grandes obras en su género, nos demuestran su gran capacidad de adaptación y trabajo, al trasladar esos diminutos y ágiles aldeanos de sus pequeños lienzos y cartones a las grandes superficies del estuco, en un alarde de composición y color”, dicen las voces más técnicas, la voz de los profesionales del ramo. Se trata de un pedazo de arte a los pies de un templo de juegos, puesto que la plaza es un lugar de esparcimiento para los más pequeños.

Su elemento más llamativo son las pinturas existentes en su fachada diseñadas, eso sí, por José Arrue y ejecutadas por el también pintor, discípulo de aquél, Jesús Arraiz. Pinturas en las que se representan diferentes motivos de carácter popular vasco que son las que, en definitiva, le han valido esa denominación popular de casa de los “Aldeanos”. De acuerdo con el expediente del Archivo Municipal de Bilbao, esta bonita obra de Indautxu fue proyectada por Adolfo Gil y Lezama en 1928. Aspecto éste que queda perfectamente documentado en el citado expediente tanto en lo que se refiere al proyecto como a la ejecución de la obra.

Recordémosle. Adolfo Gil nació en 1873 y se licenció en 1897 y pertenece a unas generaciones de titulados entre los que se hallan personalidades tales como Gregorio Ibarreche (1893), Federico Ugalde (1898), Ricardo Bastida y Pedro Guimón (1902) o Manuel María Smith (1904) entre otros. Gil ejerció como arquitecto municipal y su trayectoria profesional se prolongó hasta 1948 aproximadamente. Amigo de Ricardo Bastida, colaboró con él, en algunos proyectos, en la posguerra. Se dice de Adolfo Gil que fue uno de los últimos bilbainos con bombín. En la ejecución de esta casa tuvo su peso Luis Lerchundi, un mecenas que fue, de alguna manera, decisivo en la concreción de la obra. Una obra que enseñorea uno de los rincones más peculiares de la Ampliación del Ensanche. También conocida como casa Lerchundi es un ejercicio de arquitectura complejo y en algunas cuestiones de difícil explicación. Fijémonos, por ejemplo, en el ya citado edificio de la calle Aretxabaleta, 6 y en el de la calle Manuel Allende, 5 que, en principio, parece distinta edificación. No es así. En el expediente municipal antes citado queda muy claro que se trata de un único edificio proyectado por Adolfo Gil. Entonces ¿cuál es la explicación en la diferencia de imagen que proporcionan las dos fachadas? La composición se mantiene similar y responde a idénticos criterios que apuntan a un método de trabajo propio de Adolfo Gil.

Habrá que mirar entonces a quién encargó la edificación: Luis Lerchundi, que ejerció como decorador y delineante y dejó sus influencias en la fachada vistosa. Se trata de un período en el que, superadas algunas de las influencias modernistas y secesionistas, emergió con fuerza una idea de arquitectura regional que, en nuestro caso, se concretó en diferentes expresiones agrupadas en el denominado neovasco. Todo ello sin perjuicio de la incidencia, sobre todo en la decoración interior, de otros criterios de extracción europea, tipo el denominado art-déco, que sin lugar a dudas el propietario, y a su vez decorador, pudo proponer en algunos aspectos de este edificio en cuestión. La alegría y el color de las pinturas se hizo llamativa para los habitantes de la Villa y en especial para los de este barrio de Indautxu que veían la casa a diario. Los ayuntamientos de Durango y Bera de Bidasoa o el caserío Zelaieta (conocido como caserío de las pinturas) son algunos otros ejemplos de casas pintadas que florecieron en un tiempo donde las referencias tradicionales y populares florecieron sobre las fachadas de edificios singulares como si fiesen una hiedra que trepa y trepa.