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El super viviente

El teniente coronel Custer era un militar muy peculiar. La última vez que lo vi había agotado los cartuchos de su rifle. Echaba de menos su sable. Y estaba a punto de dispararse la bala postrera de su Colt 1872 en la sien

El super viviente

Algún día iremos a Washington, ya lo verás”. El teniente coronel Custer me solía repetir esa frase en sus largas peroratas mientras paseábamos cada mañana. Cuando soñaba con alcanzar el Senado o la propia Casa Blanca. George Armstrong Custer era un militar muy peculiar. Deseaba cambiar las políticas de la Unión. Principalmente en lo referente al trato que los gobernantes infligían a los pueblos de las praderas. Lo decía a menudo: “Traicionamos nuestros propios acuerdos; después, los matamos de hambre”. Y luego seguíamos vereda abajo a la sombra de los sauces que jalonaban el río. Siempre había sauces. Siempre había un río.

La última vez que lo vi había agotado los cartuchos de su rifle. Echaba de menos su sable. Y estaba a punto de dispararse la bala postrera de su Colt 1872 en la sien. No quería dejar un rostro que desfigurar o una cabellera que arrancar. Nunca iríamos a Washington.

Balas como frijoles Conocí a Custer justo antes de la batalla de Gettysburg. Estaba exultante. Con solo 23 años, y el peor expediente de su promoción de West Point, acababa de ser nombrado general de la brigada de voluntarios de Míchigan. Llevaba más pecas en el rostro que munición en la cartuchera y lucía melena rizada de alazán ruano. En ese momento decidió dejarse el bigotazo y la perilla que le caracterizaron hasta Little Bighorn. Ya le criticaban por arrogante y loco. Él se echaba la visera del quepi sobre la frente y sonreía. Me susurraba al oído: “Estos cretinos con barba de monje ruso no estudian el terreno toda la noche como yo. No se preocupan de conocer el tipo y número de armas del enemigo, ni la composición de sus unidades. Jamás encabezan la carga de sus tropas. Prefieren quedarse en una loma donde los proyectiles de fusilería llegan como frijoles hervidos. Su única ambición es sobrevivir a otro día y medrar en el escalafón. En esa guerra sí que son bravos. No entienden que se debe ser temerario cuando controlas las circunstancias y confías en tus soldados; sólo cabe la prudencia cuando no se dan estas condiciones”. Tal era su credo. Y yo estaba de acuerdo con él.

Tu mando, tu Dios En el ejército te enseñan a olvidar. Olvida tus sensaciones. Olvida tus deseos. Olvida quien eres. Yo olvidé hasta mi paso. El que aprendí el mismo día que nací. Después aprendes, a base de gritos y golpes, a caminar de nuevo. Aprendes a no temer los alaridos y los disparos. El estruendo del cañón. Los ladridos de la ametralladora. El redoblar del tambor. Los chillidos de la corneta. Los aullidos de los perros. El humo acre de la pólvora deja de dañarte los pulmones. El fuego ya no te aterroriza. El barro se convierte en un compañero más. Y el olor a sangre termina calmándote.

Así, el recuerdo del miedo, el pánico a la noche, el temblor de la piel, se van difuminando. Después, marchas. Marchas tres horas, cinco horas, una jornada entera. Te acostumbras a no comer ni beber, o a hacerlo sin medida. Caminos sin horizonte, llanuras inagotables, montañas empedradas. Todo pasa. Vallados, simas, riscos, muros, empalizadas. Hasta el propio desierto inmutable y paciente.

En el ejército, sobre todo, aprendes a depositar fe ciega en quien te manda. Es tu Dios. El mío era George Armstrong Custer.

Masacre inevitable Una vez que corrió por la Unión que habían descubierto oro en las Colinas Negras, Custer sabía que la masacre resultaría inevitable. Me lo reveló con pesar. “Nada podrá parar a los colonos. Dejaron Europa con los estómagos vacíos y ansían llenarse los bolsillos. Las Colinas Negras son sagradas para los hunkpapas, sans arc, miniconjou, brule, cheyennes, oglala, two-kettles y arikara. Primero habrá escaramuzas, rapiña, robos y algún asesinato. Los periódicos del Este, al servicio de ese desalmado de Grant, sembrarán el odio y la sed de venganza y justicia que cubre siempre a la sed de oro. Y, al final, nos llamarán para que barramos a los indios con nuestros sables”.

Ataque fulminante Así fue. Nos ordenaron atravesar los páramos de Montana. Los exploradores aseguraron que la gente del jefe Tasunka Witko acampaba en un gran meandro al otro lado del Little Bighorn. El teniente coronel decidió no esperar los refuerzos de infantería, ni la ametralladora, ni los carros con los sables y el resto del equipo. Sería un ataque fulminante en tres columnas de caballería por tres puntos distintos del campamento. Dividiríamos la aglomeración india como un cuchillo una tarta. No les daría tiempo a saber cuántos éramos ni nuestra fuerza real. Se desbandarían. Y podríamos obligarles a retornar a la reserva sin muchas bajas en los dos bandos.

Cruzar el río para morir Pero Tasunka Witko no había dormido aquella noche. Había estudiado bien las riberas del Little Bighorn. Sus jinetes avanzados le habían informado de nuestro número y armamento. Incluso de la división en tres columnas. Y encabezó el contraataque.

Cruzamos el río para morir. Con la corriente a la espalda, resistimos sin esperanza ni alternativa. Cayeron todos. Cuando calló el último Springfield 1873, Custer me pidió que me pusiera en pie. “Vuelve a casa, corre”, me gritó.

Por encima de los cuerpos, me interné en el carrizo, seguí corriente arriba hasta adivinar un vado y lo aproveché. No me detuve. Mi casa era Fort Lincoln, en medio de los herbazales de Dakota del Norte. Dormí de pie. Me alimenté tumbado. Recuperé el temblor de la piel, el miedo al coyote y el terror a la sombra del oso. Todo olía a primavera pero para mí era invierno.

Dos soldados de infantería me abrieron los portones de Fort Lincoln. “Tranquilo, estás en casa”, insistía el más joven mientras me abrazaba. “Es el caballo de Custer”, gritó el otro. Un oficial rechoncho me tocó la frente y llamó al telegrafista: “Quizá quieran verlo en Washington”.