EN el estudio de Fernando Biderbost (Bilbao 1955), los cuadros son los que mandan. Ellos cogen la batuta y dirigen el espectáculo. Son exigentes, reclaman mimos y dedicación porque les gusta fabricar su propia atmósfera para que cada espectador encuentre un significado diferente. "La pintura es egoísta y yo voy dando lo que el cuadro me va pidiendo", explica Fernando Biderbost. Su obra de estilo expresionista abstracto -lo dice la crítica, no él- habla por sí sola. Porque este artista es un verso libre de la pintura que no se adscribe ni a corrientes ni a tendencias. Su taller de Rekalde es todo un espectáculo. Pintor, dibujante, escultor con montajes de muñecas imposibles... se recrea en la mano amiga, la extremidad de un muñeco sobre unas ruedas en movimiento. Sin embargo, son sus cuadros los que atraen indefectiblemente la mirada del visitante. Una yuxtaposición mágica de colores, dibujos, líneas y manchas con una potencia arrolladora. Por eso no llevan ningún título "porque eso es como poner un cepo al cuadro". Biderbost quiere que su obra vuele sola y eso que habrá pintado más de 3.000 piezas de distintos tamaños y formatos cargadas de tintes realistas pero a la vez con un sutil bagaje onírico.

Este artista no hace series. Cada obra es diferente. Porque a Biderbost, cada cuadro le exige un diálogo permanente para saber hacia dónde quiere dirigirse. El color ha de casar con la forma o quizá no, la forma con las texturas y con las grafías. Su trazo siempre es verdadero. Quizá aleatorio pero no caprichoso.

Biderbost cogió los pinceles hace mas de cuarenta años. "No sabes por qué pintas, pero pintas. No sabes si sufres o te diviertes. Todo ser humano posee el instinto de pintar. Todos los niños garabatean y dibujan lo que ven. ¿No lo has hecho también tú?" interpela. Su trayectoria artística se inicia en los 70 vinculado a los principales movimientos pictóricos bilbainos y realiza su primera exposición en 1975 enmarcado en lo que los especialistas califican como la segunda generación de pintores abstractos del País Vasco.

Trabaja por la mañana con la luz que entra a a raudales por el ventanal de su estudio, y aunque la visita se realiza cuando ya ha anochecido, el color lo inunda todo. "He evolucionado desde el color hasta la luz. Voy buscando eso, modular la luz para que haya algo aéreo", describe, asegurando que antes en el otro taller pintaba siempre con luz artificial. En una pared, una pequeña reproducción de Las Meninas recuerda la particular visión que tiene Biderbost de la pintura. "Este oficio es mejor cuando ofrece una puerta. Por ejemplo Velázquez abre una puerta con Las Meninas y te propone un cambio de punto de vista, la exploración de la realidad circundante o la del interior del propio pintor produciendo sensaciones".

Su cueva mágica está llena de acrílicos, óleos, tintas, lápices... pero no huele a pintura. Huele a arte. Y eso que cada vez es más meticuloso. "Algunos cuadros me llevan un mes de trabajo y otros, tres. Parece que cuanto más viejo me hago, más tiempo tardo", admite sin ningún pesar. La pregunta es obvia. ¿Por qué? "Porque hay más cosas que investigar, tienes más experiencia y gestionar esa experiencia te lleva más tiempo. Como ahora tengo más información, pinto más lento porque quiero llevar el cuadro más lejos y darle todo lo que me pide. Hay que engarzar muchas cosas, la visión aérea, espacial, los colores... y hacer que eso cristalice con naturalidad. Y todo eso cuesta", revela con la naturalidad de un creador incapaz de dejar de crear.