NGRESADO ya en un hospital y cercanas sus últimas horas, a José Luis Pitarque le preguntaron por su oficio. Se le conocía solo uno en vida, vendedor ambulante de cuchillas de afeitar... "¡para caras duras!", trabajo que se atribuyó para esquivar la ley de vagos y maleantes. El hombre, con su particular gracejo, soltó una respuesta acorde a su vida: fabricante de cañones. ¿No me creen...? Lean, lean la descripción que de él hizo el escritor Luis Gálverz. "Bohemio empedernido, sablista contumaz, con una increíble habilidad para ablandar corazones ajenos y hacerse con unas pesetas o duros". ¿Acaso no era un maestro aventajado de los cañones...? Jamás Bilbao conoció a nadie con semejantes habilidades.

Tal grado de maestría alcanzó en sus quehaceres bilbainos que el apellido Pitarque alcanzó la categoría de adjetivo para describir a aquellos que vivían como reyes sin dar un palo al agua. El propio José Luis era consciente de su bien ganada fama y cuenta la leyenda que en cierta ocasión, estando sentado junto a un grupo de amigos en los jardines de Albia y contemplando la estatua de Antonio de Trueba dijo: "Si a este le levantaron una estatua por cuentista, ¿qué tendrán que levantarme a mí?".

Vayamos a los orígenes. Es sabido que nació en Artecalle y que fue bautizado el 23 de abril de 1893 en la iglesia de los Santos Juanes. De su juventud se sabe poco. Estudió en el Patronato de Iturribide pero pocos años par dejar los libros y vivir la vida marginal y bohemia, tal y como solía decir él mismo. Era todo un buscavidas.

Para semejante oficio siempre tuvo buen gusto. Con buena presencia y siempre elegantemente vestido con trajes impecables, desarrolló su actividad en la primera mitad del siglo pasado, en torno a los años treinta. Era muy inteligente, simpático e ingenioso hasta extremos insospechados. Muchas de sus mordaces bromas e innumerables anécdotas han resistido al paso del tiempo. ¿Les cuento alguna? Cuentan que fue sélebre la del pollo, ligada a una de sus principales habilidades : la de catador de banquetes nupciales. Sin ser invitado asistía a los banquetes de bodas que se celebraban en Bilbao. Empezó de forma indiscriminada, pero acabó seleccionando los restaurantes. Perfectamente ataviado, se mezclaba entre los convidados. Los que iban por parte de la novia pensaban que aquel señor tan simpático y atento iba por la parte del novio y los de este creían lo contrario. Pitarque tenía carrete y su proximidad en la mesa era disputada. Se cuenta que en algunos casos llegó a soltar un discurso al final deseando lo mejor a los novios.

El pollo les decía. Al parecer una voz que le había descubierto le gritó: "¡Lo que hagas con ese pollo lo voy a hacer yo contigo!". Pitarque, con su gracia natural y ante la expectación general, se levantó, agarró el pollo y le metió un dedo por el culo. A ello hay que añadir aquella de un día en que, atrapado en su filtración, pidió una último deseo: una llamada telefónica. Al parecer, llamó a comisaría haciéndose pasar por el dueño del restaurante para que tratasen con condescendencia "al tal Pitarque".

Acabado el ágape, los comensales se disgregaban y Pitarque desaparecía del restaurante haciendo para sus adentros una crítica del menú. Su habilidad colándose en este tipo de comidas llegó a coger fama, hasta el punto de que, se decía, un banquete no tiene categoría social si no asiste Pitarque, porque su presencia era sinónimo de que la carta preparada tenía, como se dice en Bilbao, mucho fuste.

El resto del día lo empleaba nuestro personaje en hacer relaciones públicas, alternando y bebiendo gratis gracias a su ingenio y sableando a los señoritos de Bilbao con tanto salero y gracia que llegó a presumirse de ello.

Ganó una inusitada fama colándose en las bodas de postín, hasta el punto de que su gorroneo fue signo de distinción

Alcanzó tal perfección que 'Pitarque' fue considerado adjetivo que definía a quienes vivían como reyes sin dar ni golpe