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Lógicamente, ante estas capacidades tecnológicas, hay sectores que están creciendo a pasos agigantados. En una Europa que envejece, por ejemplo, para aspectos relacionados con el bienestar en el envejecimiento. Los dispositivos cerebrales no paran de crecer; ofrecen un amplio abanico de funcionalidades como medir la actividad cerebral o enviar un estímulo eléctrico al cerebro. Hay empresas que con estas opciones tan básicas -aparentemente-, están ofreciendo ya beneficios de atención y memoria, una reducción del estrés, mejora de la afección, etc.

Es sin duda un campo muy prometedor y sobre el que muchos y muchas tenemos grandes esperanzas puestas. La depresión o el alzheimer (por citar algunas), cuestan anualmente miles de millones de dólares, con tratamientos no siempre eficientes. Si encontráramos nuevas vías de tratamientos a través de estas tecnologías de relación con el cerebro, quizás abramos un campo muy prometedor para nuestras sociedades. Máxime cuando algunos de estos dispositivos son capaces de prevenir. Por ejemplo, en el campo de las adicciones, hay soluciones de realidad virtual para recrear lo que por texto o voz muchas veces nos cuesta entender: practicar habilidades de rechazo es más fácil que nunca con este tipo de entornos simulados.

Se calcula que solo Facebook y Google están invirtiendo 1.000 millones de dólares al año en este tipo de tecnologías. Y yo, cuando estas empresas inviertan tanto en algo, me suelo fijar. En este contexto quizás hayan oído hablar del proyecto Neuralink, del ya conocido emprendedor en serie Elon Musk. Su idea es implantar hilos microscópicos en el cerebro de los humanos para que a través de ellos se puedan comunicar áreas del mismo con el exterior. De esta manera, aspectos hoy en día imposibles como el habla, la escucha o la movilidad corporal para algunas personas, quizás se conviertan en realidad.

Todas estas capacidades tecnológicas tan vanguardistas, lógicamente, tienen su contraparte en los retos éticos y morales que suelen traer en relación con los derechos fundamentales del humano. ¿Es factible que pronto el cerebro humano no pueda distinguir entre estímulos propios y aquellos que le haya producido una máquina? Existe ciertamente poca regulación hasta la fecha. Tenemos compañías vendiendo estos dispositivos en numerosos sitios de Internet. ¿Quién los está aprobando y regulando? Estamos hablando de dispositivos que interactúan con uno de nuestros órganos más críticos. Como ha ocurrido con otros avances tecnológicos, no sé si es bueno dejarlo al gobierno de empresas (muchas de ellas startups) que evidentemente velan por el progreso económico y social tratando de equilibrar los factores como buenamente pueden. La actividad neuronal define cómo pensamos y quiénes somos, por lo que su alteración creo que es sumamente delicada. ¿Quién puede ser el que decida si algo mejora nuestro bienestar o no? Los algoritmos, ¿no dejaremos que sean cerrados como los que tienen Amazon, Google o Facebook, no?

Y, como siempre, están los aspectos relacionados con la ciberseguridad. ¿Se podría llegar a hackear un cerebro conectado con microchips? Supongamos que tenemos un brazo robótico, dos microchips para estimular partes de nuestros cerebros, y un ordenador externo que gobierna esos estímulos de entrada y acciones de salida. ¿Cómo protegemos todo ese ordenador que gobierna nuestros actos?

Y, por último, está el coste. Actualmente estos dispositivos son bastante costosos. Como suele ocurrir, por ello solo están al alcance de unos pocos. Si estamos hablando de enfermedades que afectan por igual, ¿los veremos algún día como otro tratamiento más ofrecido en el sistema público de Seguridad Social?

Quizás hayan oído hablar del proyecto ‘Neuralink’, de Elon Musk. Su idea es implantar hilos microscópicos en el cerebro y que a través de ellos se comuniquen áreas del mismo con el exterior