L que conduce a la muerte propia es un camino nunca transitado. La vereda más misteriosa. Una senda siempre por pisar que se recorrerá una sola vez. Y en un único sentido.

Esa idea, que un atardecer se me apareció clara y brillante como un rótulo de neón, me ha obsesionado. En ocasiones, la mente fabrica imágenes de manera autónoma. Sin que nos quepa control alguno. Actúa como una máquina, carente de palancas o volante, que somos incapaces de dirigir.

Cuando se materializa una de esas intuiciones no cabe enfrentarla. Olvidarás algo que has escuchado, algo que has leído, algo que has estudiado. Las palabras desaparecerán entre los infinitos cajoncitos de la memoria. O se traspapelarán en cierta repisa sobre la que jamás volverás a posar la mirada. A pesar de que se trate de un nombre, una fórmula o una maniobra vital llegada la coyuntura requerida. Al contrario, resulta más que probable que la necesidad imperiosa de recuperar lo que guardaste en la gaveta extraviada transforme cada corredor en un laberinto y cada estancia en una salita de los espejos. La precipitación, el apremio y el arrebato crean recodos, arrugas y destellos que ocultan lo que se encuentra ante nuestras narices.

Sucederá como te acabo de referir. Pero lo que de por sí se manifestó en el interior de tu cabeza, igual que una pintada inmensa y fluorescente, no se extravía. Al contrario, es lo último que recuerdas antes de dormir, si es que duermes; y lo primero que ves antes de abrir los ojos. Con el paso del tiempo, esas frases, el párrafo que encarna el concepto, se vuelve casi corpóreo. Alcanza volumen. Llega a poseer su propia luz, su música, sus olores. Con la maduración suficiente puede contar con sabor y tacto inconfundibles.

La idea emerge por primera vez completa, formada, plena. No necesita una evolución en la que, mediante el paso del tiempo, se desarrolla. Qué va. Un instante es suficiente para comprender el principio, su desarrollo y el final. Como si la Última Cena de Leonardo se expresase sin proceso, dotada de todos sus matices y detalles, absoluta, en una décima de segundo. O, mejor, La balsa de la Medusa de Gericault. No se trata únicamente de la inmensidad de la la obra, se trata también de los inabarcables detalles. Eso es lo que ocurre con la idea. El que conduce a la muerte propia es un camino nunca transitado. La vereda más misteriosa. Una senda siempre por pisar que se recorrerá una sola vez. Y en un único sentido.

Durante días gira por el interior agitado, sombrío y húmedo de la mente. Obsesiva. Sucede con otros conceptos. Muchos se diluyen sin llegar a olvidarse del todo. Pierden nitidez. Los perfiles se desvanecen. Si se tratara de objetos tridimensionales diría que se van cubriendo de un aceite que impide la asirlos con firmeza cuando nuestra voluntad solicita agarrarlos. A menudo, el esfuerzo consigue reparar las lindes y se puede sujetar el concepto de nuevo. La idea o los términos que la definen. Solucionado.

Pero, cuando la aparición es poderosa, el proceso resulta inverso. La imagen de neón se vuelve rotunda. Y ocupa todo el espacio, a pesar de que este sea ilimitado. Las áreas imaginarias en las que se ubica lo intuído no se concretan: ocupan metros cuadrados volubles, descritos por bases y alturas que se dilatan como hilos de chicle.

Del mismo modo, la idea monopoliza todo el tiempo. Incluso con más facilidad que el espacio. Porque el tiempo, también ese tiempo interior ajeno a la dictadura de las leyes de la física, es finito. Ni siquiera en la intimidad abstracta de la fabulación existen segundos de chicle o de cera. Los relojes solo se derriten en los óleos de Dalí. Salvador de sí mismo. Los segundos y sus milésimas transcurren con exactitud luterana. No ha nacido verdugo más inclemente que las agujas del reloj; cuanto más fina la aguja, cuanto más liviano su tic-tac, más despiadado resulta su tranco. Su trino. Su trémolo. Su tronar agudo. Ni la nitroglicerina lo atranca.

El tiempo salta fosos y murallas. Arrasa parapetos. Incluso los de las fortalezas que ignoran la materia. Tratar de resistirse al tiempo es la mejor manera de que la melancolía devore tus entrañas. El espacio, eso es otra historia.

El que conduce a la muerte propia es un camino nunca transitado. La vereda más misteriosa. Una senda siempre por pisar que se recorrerá una sola vez. Y en un único sentido.

Cuando la idea es potente ya no solo la vinculas con imágenes, olores, sonidos, sabores y tactos tan reconocibles como el marfil de una tecla amarillenta de piano, la pluma del borde del ala del gallo colorado, el vaporizador junto al pintalabios ocre oculto dentro de su cilindro de latón, el chasquido de la madera lacada del tocador brillante, el musgo en el lado umbrío de la piedra, una manzana asada que sale del horno de leña con su sombrerito de caramelo o un caracol que se sujeta sobre el filo de la navaja perdida del barbero. Sucede al revés: cada una de esas sensaciones evoca la idea. La conjura. La idea, por ensalmo, se vuelve plena. Material. Dolorosa. Gigantesca. Imperativa.

Conozco un modo de solventar esta situación. Uno nada más. Lo experimenté con anterioridad cuando otras ideas me sometieron. Hoy me es imposible recordar aquellas obsesiones, porque todo lo ocupa la presente. Pero sé que funcionó. Ese modo implica comprender la idea. Ya que no puedo huir de ella, me concentro en analizarla, desentrañarla, simplificarla.

Por eso mato. Nada personal. Ni pizca de odio, falta de respeto o consideración hacia los muertos. Ningún ensañamiento en los procedimientos. Eso sí, debe tratarse de un mecanisno manual que me permita la observación directa, muy próxima, del tránsito de los individuos experimentales. Mantengo la esperanza de que, en cualquier momento,el más insospechado detalle, un gesto, me iluminará y podré realizar mi propio e inexorable recorrido con conocimiento de la ruta. Igual que si portara mapa, brújula y farol. Sin temor.

Me han clasificado como el enemigo público número uno. Criminal. Asesino en serie. Con capacidad de planificación. Sin conciencia. Psicópata. Imprevisible.

Tonterías. Debo sacarme la idea de dentro. Solo eso. Cada vez percibo la vereda más nítida. Cuando me atrapen, porque seguro que lo lograrán, estaré listo. Llegaré al patíbulo sin un ápice de duda. Sin pavor. Tranquilo.

Antes, con humildad, os quiero advertir: cuidado con las ideas. Esas que se aparecen de repente, como un fogonazo. Claras, completas, perfectas.

Ojo.

Surgen. Y ya no tienen remedio. Te roban la vigilia. Se apoderan del sueño. Ya no son tuyas. Eres de ellas. De las ideas. El que conduce a la muerte propia es un camino nunca transitado. La vereda más misteriosa. Una senda siempre por pisar que se recorrerá una sola vez. Y en un único sentido.