L joven exorcista le extrañó que el recién proclamado Santo Padre, Angelo Giuseppe Roncalli, Papa Ioannes Vigesimus Tertius, le mandara llamar. Jamás se le hubiese pasado por la cabeza algo así. Le recibió en il gabinetto, la oficina privada del pontífice en el Palazzo Apostólico.

Juan XXIII había abierto de par en par los gigantescos ventanales que daban al patio interior. La luz entraba a raudales. Era un hombre mayor, canoso, rechoncho, de sonrisa amable. Le pareció más un panadero napolitano disfrazado para una pastoral que el Obispo de Roma. Contemplaba el vuelo de las palomas blancas que buscaban los tejados. A pesar de que el otoño de 1958 ya se encontraba avanzado, una brisa tibia corría aún por la Ciudad Eterna. Antes de que pudiera pronunciar palabra, el sucesor de San Pedro le señaló la silla de madera sobredorada y terciopelo burdeos que aguardaba frente a la atestada mesa de trabajo.

—Buenos días. Déjate de formalismos. Escucha. Pregunta después. No nos sobra tiempo. ¿Te has dado cuenta de que estamos completamente solos en esta sala?

Al sacerdote le extrañó tanto la ausencia de asistentes como el hecho de que el Beatísimo Padre mantuviera un sólido acento de campesino bergamasco en su italiano. Tantos años a las orillas del Tíber, en Grecia, en París, tanto viaje por Bulgaria, y permanecía fiel a la manera de vocalizar de los terrone de Sotto il Monte, en la fría Lombardía. Ni siquiera el molde rígido de lustros de seminario, ni la costumbre de pensar en latín, lo habían doblegado.

—Sí, Su Santidad -balbuceó, sentándose con las manos apretadas sobre las rodillas tras arremangarse ligeramente la sotana para que no le tirara.

—Que te dejes de Santidades y fruslerías por el estilo. ¿Has oído hablar del padre Max Emanuel Feuchtwanger? -inquirió el Papa tomando asiento en un sillón de orejas al otro lado de las torres de carpetas y cartapacios.

El cura puso cara de sorpresa. Y negó moviendo de izquierda a derecha aquel cráneo rematado por un cabello negrísimo cuidadosamente peinado a raya.

—Bien, bien. Mejor. El padre Max Emanuel Feuchtwanger es un antecesor tuyo. Un exorcista del Vaticano en Roma. Nació en 1899 en Mittenwald, un pueblo del valle del río Isar, al sudoeste de Múnich y cerca de la frontera con Austria. Se ordenó muy joven. Llegó pronto a ser uno de los más afamados conjuradores de demonios de toda Italia. Expulsó al diablo que ocupaba el cuerpo de la niña Fabia Vitale, un caso espantoso. Y a los que torturaban a la viuda Elisabetta Ferrara, quien regresó de la muerte. Y así, cientos.

Nada de lo expuesto le sonaba. No figuraba en las crónicas. Su colega Gabriele Amorth, un compañero de seminario obsesionado con la lucha contra Satán, tampoco le había comentado aquellos exorcismos en concreto. Ni el particular nombre del cura bávaro; eso que había memorizado la lista de los más destacados exorcistas desde el siglo V, cuando comienzan a señalarse en los escritos. Su Santidad continuó.

—Mi venerable predecesor en la cátedra de San Pedro, Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli tuvo la brillante idea de enviar al padre Feuchtwanger a los Juicios de Núremberg. Pío XII pensó que, por fuerza, el Maligno hubo de inspirar y alentar todas las atrocidades que Hitler y sus secuaces llevaron a cabo contra la obra de Dios y contra el hombre. La prueba irrefutable de la existencia de Belcebú. ¿Me sigues? Vale. Por eso mandó a un exorcista de lengua alemana a Núremberg. Con el pretexto de ofrecer confesión a Göring, Hess, Rosemberg, Kaltenbrunner y al resto, Feuchtwanger podría rastrear indicios del Diablo y, llegado el momento, expulsarlo. La idea de que el Mal permaneciera rondando por Spandau, como si se tratara de una reserva, atormentaba a Pío XII. Feuchtwanger regresó al Vaticano en septiembre de 1946. Me consta que se vió con los prebostes nazis. Sin embargo, no existe registro de su despacho con el Papa. Y Feuchtwanger jamás ofició de nuevo. Hasta la fecha. Atiende: me urge que le veas y redactes un informe. Mi secretario te facilitará los datos y permisos oportunos. Es todo. Gracias. ¿Alguna pregunta?

Ninguna. El joven exorcista besó la mano de Juan XXIII. Se dejó conducir por un ayuda de cámara que emergió de detrás de una puerta sin medida. Le informaron de que Max Emanuel Feuchtwanger se había internado en una habitación aislada de la Ospedaliera San Giovanni-Addolorata. Allí se encontraba desde diciembre de 1946.

Salió inmediatamente. Su destino era el barrio lateranense, donde se encontraba el hospital. Decidió encaminarse por la via di Porta dei Cavalleggeri hacia la Villa Farnesia. Antes de adentrarse en el Trastevere, cruzó al otro lado del río por el Ponte Sisto. Tomó la via del Cerchi, luego la Claudia y por fin la de Santo Stefano Rotondo. Desde la puerta de la clínica se veía el gran jardín de la institución, y a lo lejos, en lo alto de la calle, la plaza con el obelisco de Constantino y la Archibasílica Papal del Santísimo Salvador del Mundo, y de los Santos Juan Bautista y Juan Evangelista en Letrán, más conocida como Archibasílica de San Juan de Letrán. La catedral de la diócesis de Roma y sede episcopal del obispo de Roma. Percibió que el Vaticano había actuado mientras él pateaba las calles: la silenciosa monja que le recibió ni siquiera se interesó por su nombre; le guió hasta la severa habitación del padre Feuchtwanger. Le recibió con un italiano enlatado entre el bombardeo gutural germano.

—¿El enviado del nuevo Papa? La curia vaticana que se estrena en la toma del mazo de llaves de la Iglesia desea saber del Diablo. ¿Me equivoco? ¿O debo recurrir a Goethe?

Max Emanuel Feuchtwanger podía haber pasado por un fakir en la mismísima Calcuta. Flaco hasta la desecación, el cabello gris, largo, recogido en una irregular cola de caballo. La barba, silvestre y prácticamente cana, presidida por un bigotazo de húsar prusiano. Los ojos, demasiado blancos, demasiado brillantes, demasiado abiertos. Los labios, resecos y cubiertos de escamas. El habitáculo carecía de teléfono, radio, libros, papel o pluma. Feuchtwanger no los necesitaba. Solo canturreaba en alemán. Paseaba en círculos. Se balanceaba atrás y adelante. Dormía. Bebía poca agua y casi no comía. Tampoco permitió abrir la boca a su visitante.

—Fue horrible. Compartí largas jornadas de escucha con aquellos monstruos. Los confesé uno a uno. Aún conservo dentro la interminable lista de crueldades, muchas con un detalle espantoso. Día tras día. Utilicé mis conocimientos para tentar al Demonio, convencido de que se escondía en el lugar que debían ocupar sus almas. Pero no. Solo hallé hombres. Y mujeres. Maldad destilada. Aunque, sin duda, brutalmente humana. Solo humana. Pura ambición, locura, egolatría, ferocidad, barbarie, insensibilidad. Nada del infierno. Ni una pizca. Satán no existe. Se lo dije a Pío XII. Y me recogí aquí, desde donde puedo escuchar las campanas del Santísimo Salvador del Mundo. Déjame. Necesito sentir el tiempo. Soy consciente de que carezco de eternidad.

El joven exorcista redactó su informe aquella misma tarde. Al escribirlo, recordó unas palabras de su compañero Gabriele Amorth: “¿Yo, miedo de Satanás? Es él quien debe tener miedo de mí: yo trabajo en nombre del Señor del mundo. Y él es solo el mono de Dios”.

Si no existe el mono, a lo mejor tampoco su Señor.

Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II semanas más tarde.