Sucedió una mañana. Mientras me afeitaba. No recurro a la cuchilla todos los días. Cada tres o cuatro amaneceres me parece suficiente. Se me irrita la piel. Odio ir por ahí con la jeta llena de granos, cercos colorados y hasta pequeñas heridas.

Me tomo mi tiempo. Empapo la piel con agua caliente. Extiendo el jabón, siempre del mejor, a conciencia. Soy un maestro de la brocha. Podría producir una espuma densa, como nata montada, a ciegas. Alcanzo cada comisura, cada arruga. Debajo de las orejas, los pliegues de la papada, las aletas de la nariz. Concienzudamente.

Luego, aliso las ondas de dermis con la mano izquierda y manejo la maquinilla de doble hoja con la derecha. Pocos cirujanos cardiovasculares alcanzan esta pericia. La barba desaparece como si fuera borrando líneas de lápiz con una goma.

Mientras, escucho la radio. Las voces del magazine de la mañana. El informativo. La tertulia que destroza al líder político de turno y alaba a su oponente. La conexión con una tragedia. Y la entrevista a una famosa deportista. Todo armónicamente entrelazado. Como un collar de perlas labradas. Solo que no son perlas. Veo mi rostro en el espejo sin prestarle atención. Pienso en lo que aguarda en la oficina. La deportista cita un torneo en Singapur. Restan un par de días para entregar el trabajo que llevo entre manos. Con mucho esfuerzo y suerte será el tiempo justo. Entra en directo un agricultor al que los jabalís destrozaron el sembrado.

Así suele suceder. Durante la ducha, todos esos estímulos se mezclan bajo el agua caliente. Y se vuelven homogéneos. Regreso al espejo a secarme concienzudamente. Odio salir de casa y darme cuenta de que llevo húmeda la parte de atrás de la cintura. O una corva.

Aquel día, frotándome con la áspera toalla mientras el rostro me escocía, lo ví. Un movimiento rápido. Un latigazo. Como si un gato negro hubiera saltado a mi espalda. Me asusté. Apagué el transistor. Me giré muy despacio. Con los puños cerrados y la boca repentinamente sin saliva. Nada. El azulejo verde pálido. El tope de la puerta. El retrete. La escobilla. Era todo.

Podía haberlo dejado pasar. La imaginación. Un efecto de la lámpara en mis ojos. Quizá la sombra de mi propio cabello revuelto. A lo mejor, nada. Ni eso. Pude haberlo olvidado. Y ya. Punto. Pero empecé con las preguntas. Una tras otra. Engarzadas. Como perlas.

Sin modo de sacarme aquella imagen de la cabeza pasó la jornada. Regresé con una pizza en la mano. Encendí la luz del baño. Analicé el espejo con detenimiento. Trasegué la pizza y un bote de cerveza de marca blanca, de esas que siempre resultan ligeramente más insípidas que las otras que fabrican en la misma empresa. Volví a concentrarme en el aquel rectángulo sobre el lavabo. Lo encontré colgado en el mismo lugar cuando compré el apartamento.

Le desarmé el marco de vetusta madera labrada. Observé que no presentara grietas, combaduras o irregularidades. La superficie de cristal parecía homogénea. Todo en orden. Lo coloqué todo en su sitio de nuevo. ¿Qué había sucedido? ¿Cuál era la causa de aquella imagen fugaz? Más preguntas que se aferraban a mi cabeza. Daban vueltas sin parar.

Pensé atrapar lo que fuera. Saqué las toallas, jabones, geles y cualquier objeto móvil que permaneciera dentro del baño. Fuera. Al pasillo. Como un hurón, miré en cada resquicio. Tras la puerta. En la pileta. En la ranura que deja el embellecedor de la peana del lavabo junto a la pared. El calefactor. Imposible.

Si se trataba de un insecto acerca de cuyo tamaño me había engañado el espejo, lo haría asomar con luz. Salí, cerre la puerta, apagué el interruptor. Prendí y abrí la puerta de golpe. Sin éxito. Vacío. Paz. Repetí la operación. Encendí y apagué la bombilla quedándome dentro. Fracaso. La segunda cerveza me supo peor.

Apoyé las dos manos sobre las manillas de los grifos de agua caliente y fría. Clavé la mirada al frente. En el espejo. Quería descubrir lo que se ocultaba en su profundidad ¡Otra vez! Un destello bermellón. En el vértice superior derecho. Como la esquina de un visillo de terciopelo. Un visto y no visto.¿De dónde salía? ¿Por qué ya no estaba? En cualquier caso, la tela roja no se encontraba en el minúsculo retrete. Estaba en el espejo. Únicamente en el espejo.

Por mi formación sabía de sobra cómo funciona un espejo. Ciertos materiales reflejan toda, o casi toda, la luz que les llega y, además, en el mismo ángulo. Ese es el motivo por el que el ojo es capaz de reconstruir las formas y colores sobre las que han rebotado antes esos rayos. Sencillo. Aunque no explica la tela roja.

¿Una alucinación? En caso de aceptar tal hipótesis, toda mi vida podría ser un puro efecto óptico. En ningún caso. ¿Entonces, qué? ¿Una tela del pasillo? ¿El papel pintado? ¿Una jamba? Preguntas. Más preguntas.

Jamás escribiré un ensayo sobre mi hipótesis. No me va la fama. Encontré la solución. En serio. Cavilando acerca de las opciones. Las superficies pulida, cristalizadas, reflejan la luz. Lo hace siempre. Sin embargo, todos los materiales no son iguales. Algunos, raros, tienen memoria. Con uno de ellos, algún artesano compuso mi espejo.

Ahora he aprendido a estimular el espejo con linternas para que recuerde imágenes que reflejó en otro tiempo. Una señora gruesa con lunares en el rostro y un desnudo desbordante. Un tipo tuerto de bigote engominado. Tres niños de edades consecutivas. Un joven de costillas marcadas imitando posturas de forzudo. Yo mismo afeitándome. Una muchacha de rostro redondo y cabello rojizo.

Lo pregunta que me hago desde hace unos días es ¿a qué tiempo pertenezco? Y ¿a qué lado del espejo me encuentro?

Tengo que afeitarme. Toca.

Regreso al espejo a secarme. Odio salir de casa y darme cuenta de que llevo húmeda la parte de atrás de la cintura. O una corva.

Por mi formación profesional sabía de sobra cómo funcionaba un espejo. Ciertos materiales reflejan casi toda la luz