bilbao

Obligada a recordar, me puse en la piel de Juan Carlos Aguilar en el templo shaolín de Henan y pensé cómo vería él aquellas riadas de niños vestidos con brillantes túnicas naranjas. A primera vista, tan inofensivos y a la vez, tan diestros en el arte de manejar cuchillos, sables, dagas y armas letales. Como él. Pensé en cómo habría ensayado en ese árbol perforado de agujeros que los shaolines golpean para adquirir fuerza en los dedos y que parece agujereado por un taladro percutor. Él también vertió allí su furia. Lección número 1: sin sufrimiento no hay aprendizaje.

Y recordé la angustia de mi visita -hace algún tiempo- al milenario templo, patrimonio de la humanidad y cuna del kung-fu, donde Juan Carlos Aguilar se entrenó hasta convertirse en un ser indescriptible. Reviví el aspecto de aquel monasterio, en su piel externa disfrazado de santuario, pero en sus entrañas con pinta de centro de torturas. El lugar no inspira misticismo ni paz espiritual, transmite dolor físico y sufrimiento. Y al asistir a la exhibición de kung-fu, se comprueba que aquello conlleva mucho más que sangre, sudor y lágrimas.

Con unas facultades físicas casi sobrenaturales, los chavales -nadie parece tener más de 18 años-, se laceran con látigos de nueve secciones en acrobacias al borde del abismo que, consisten de enredarlo en el propio cuerpo y lanzarlo con fuerza para herir al supuesto atacante. Practican con una lanza de tres puntas muy afiladas con técnicas que se basan en empujar al atacante, y se golpean involuntariamente con los nunchakus en un ejercicio violento y desesperado. Lección número 2: el aprendiz de shaolín no pregunta, solo acata órdenes.

Asistir a una demostración de kung-fu del heavy exige bemoles cuando uno la enfoca desde su acomodada mirada occidental llena de prejuicios y bienestar. Los monjes se levantan del suelo con un solo dedo, hacen posturas de contorsionistas extraterrestres y, sobre todo, sufren. O eso parece. Con la piel pegada a los huesos y unos raquíticos músculos manejan una espada cuya hoja mide cerca de 70 centímetros de longitud y dos y medio de ancho y cuyos dos filos terminan en una punta en forma de v, que en cualquier momento les puede dar una estocada letal.

Lanzas, cuchillos, una suerte de dagas asesinas, herramientas que conforman un ritual de penalidades que para cualquier mortal resultaría difícilmente soportable. Pero los aprendices de shaolín juegan al filo de lo imposible, retan a la fatalidad, se entrenan con saña y ponen sus enjutos organismos al límite para fortalecer cuerpo y espíritu. El papel de los niños es el más discutible, el peor de todos para el observador, con aquellos diminutos físicos al borde de la resistencia. Críos que no levantan dos palmos, que aquí se les calcula seis años, y que quizá tengan diez, las pasan canutas con carretillas, saltos, flexiones, abdominales... De la grulla al dragón, van superando etapas hasta completar cinco niveles mientras esculpen sus músculos duros como piedras. Lección número 3: aprender rectitud exige privación y mano dura.

La férrea disciplina en la escuela shaolín comienza a las cinco y media de la mañana y se prolonga hasta las nueve de la noche, entre entrenos y clases, con breves pausas para comer vegetales, tofu y arroz.

en crueles exhibiciones

Los monjes desgarrados

Durante la exhibición, uno de los aprendices de guerrero pide voluntarios entre el público y se ofrecen tres orondos europeos -que pesan el equivalente a un 4x4- y se suben encima del estómago plano como una tabla de planchar de un chaval que no supera los 55 kilos, pero que levanta el tronco del suelo con aquella mole de mofletudos alemanes encima. No es suficiente. Después, se coloca una pieza acampanada en el ombligo, en forma de ventosa gigante, y espera que otros seis voluntarios tiren de la cuerda que une la ventosa con sus vísceras. El problema surge cuando se levanta de la silla tu marido para ir a desgarrar al pobre monje.

Situado a una hora y pico de autobús de Zhengzhou, en el corazón de China, el templo shaolín es como un parque temático. No parece un lugar de meditación zen, más bien es un espacio de mercadeo, de peregrinación de turistas y de venta de abalorios y rosarios de madera de bajo coste. Ni siquiera los monjes que vemos son reales, son reclamos. En realidad, los auténticos se esconden tras las puertas cerradas. ¿Será todo lo que hemos visto también teatro?

En los templos, el naranja se funde con el paisaje y parece un anuncio de Euskaltel. No en vano, cincuenta mil alumnos se entrenan en las escuelas de artes marciales que han proliferado alrededor del monasterio. El día se acaba, los turistas volvemos a nuestra vida accidental en confortables hoteles de varias estrellas, y los críos siguen entrenando, buscando la esencia de sí mismos y sobre todo, sometiéndose a suplicios. Porque, y ahí va la lección número 4; el kung-fu significa literalmente trabajo continuo.