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El Palacio de los Gritos calla

La pelota vasca se instaló en Cuba a finales del siglo XIX y tuvo célebres seguidores como el periodista y escritor estadounidense Ernest Hemingway, al que le gustaba la cesta-punta

El Palacio de los Gritos calla

Derruida la histórica fábrica de tabaco Romeo y Julieta, la calle Belascoáin coge aire y se abre por uno de sus extremos antes de estrellarse contra El Malecón. La antigua fábrica de habanos, convertida ahora en solar pedregoso, deja al descubierto la espalda del imponente Hospital Central de La Habana, el Almeijeiras. Tras él se esconde un edificio de arenisca que hoy en día pasa desapercibido, pero que en otros tiempos fue la meca de la pelota vasca en América. Muros robustos del Palacio de los Gritos contrastan con el interior del frontón, una cancha que agoniza en medio de la populosa Centro Habana. Paseando entre las desarmadas gradas aún se puede percibir la grandiosidad de la instalación deportiva mientras los rayos de sol caen casi verticales desde el techo roto, agudizando el aspecto fantasmagórico del lugar.

Una tórtola rompe con sus aleteos la quietud del lugar, un silencio que anida allí desde 1962, momento en el que cesó toda actividad profesional. Un mutismo interrumpido sólo por los contados partidos que se disputaron hace casi veinte años con motivo del Campeonato Mundial de Pelota de 1990. Víctor Valdés camina despacio y renqueante. Sus rodillas se quejan y no responden como antaño, dejando que toda la carga del cuerpo se incline hacia los lados. El balanceo le hace reconocible desde la distancia. Pide permiso para entrar en el frontón y trata con mucha educación a los vigilantes y a los porteros, que le acompañan hasta el interior de la cancha. Allí se yergue y mira a la techumbre, aprieta los labios y los ojos se funden con las mejillas. Ladea la cabeza y empieza a señalar esquinas, lugares, recuerdos, fantasmas. "Ahí, desde ahí cogió Txutxo la pelota y con la derecha la puso en el rebote. Eso lo vi yo. Tremendo pelotazo, sí señor. Había que tener coraje para tirarla desde ahí hasta el rebote y ese vasco lo tenía". Con la mano derecha Valdés traza la trayectoria de una pelota invisible. "Es una pena, está todo roto, se está cayendo", dice. Su corazón también.

Víctor jugó varios años como profesional de cesta-punta en el Palacio de los Gritos. Fue el primer puntista negro de la historia. Recuerda bien aquellos años: "Llegué a la cesta de casualidad. Un amigo me invitó a ver un partido. Él jugó esa tarde y aquel deporte me enganchó. Más tarde se creó una academia, con Sola como director, y entré a jugar. Nos apuntamos unos veinte vejigos (noveles) ilusionados. Casi todos éramos pobres y vimos que la cesta podía ser una buena salida. Debuté con 17 años, en el Habana Madrid, un frontoncito pequeño de la ciudad inaugurado en 1922. Me anduvieron mareando durante todo ese tiempo por el color de mi piel, y yo estoy seguro de que debuté tan tarde por eso. Al año siguiente, en 1958, me ofrecieron un contrato para jugar en el Palacio de los Gritos y acepté encantado, como no. Aquello cambió mi vida".

El ex puntista no aguanta el peso de su cadera y decide sentar sus huesos en una de las sillas de la grada baja. "Me arreglaba bien con los pelotaris. Me gusta el carácter de los vascos, pero hubo gente, sobre todo entre el público, que no veía con buenos ojos que un negro jugara a cesta-punta. Pero yo no hacía caso a esas cosas y disfrutaba jugando. Me pagaban 250 pesos al mes, y eso entonces era mucho dinero. Para mí fue un sueño hecho realidad". En poco tiempo Víctor Valdés pasó a ser Robinson. Él guarda dos versiones a cerca del seudónimo. "Por un lado ya había puntistas con mi nombre y por otro también hay quien dice que me lo pusieron en honor a otro Robinson, un gran pelotero que jugaba al béisbol".

Cenizas del pasado Valdés destacó pronto en las quinielas. Tenía buenas piernas e intuición, y fue ganándose al público poco a poco. "Éste era un frontón temible. Al ser grande había que cubrir mucha cancha y el golpe era también decisivo, porque cualquiera no podía jugar en este garaje de 64 metros de largo. A muchos pelotaris vascos les costaba amoldarse a las exigentes características del Palacio".

En enero de 1959 llegaron los barbudos y con ellos las reformas de la Revolución. Se prohibieron las apuestas y los pelotaris vascos empezaron a marcharse a otras canchas, sobre todo a Florida. Los que se quedaron eran casi todos cubanos, que siguieron jugando. A pesar de tener otras ofertas para irse al extranjero, Víctor optó por quedarse, pero el 17 de octubre de 1961 su carrera se truncó aparatosamente. "Fue un pelotazo terrible. Estuve tres meses entre la vida y la muerte. Después de eso obligaron a los pelotaris a cubrirse la cabeza con casco. El Palacio de los Gritos fue el primer frontón que impuso esa regla. Afortunadamente me recuperé, pero cuando iba a incorporarme al cuadro de pelotaris el frontón cerró. Eso aconteció a primeros de 1962 y para mí fue un tremendo disgusto".

Víctor tuvo que buscarse la vida como entrenador de béisbol, labor en la que invirtió gran parte de su vida. En 1989 la Federación Cubana de Pelota Vasca le requirió para que entrenara a las jóvenes promesas de cesta. El veterano pelotari aceptó ilusionado su nueva labor. Entre varios entrenadores consiguieron reflotar la modalidad y los puntistas cubanos jugaron a buen nivel durante la década de los noventa, destacando en varios torneos internacionales. El Campeonato del Mundo de 1990 reavivó la llama de la pelota en Cuba y el Gobierno cubano construyó el complejo Díaz Argüelles, remozando además el Palacio de los Gritos y el frontón de Cienfuegos. Fue un espejismo. Diez años después tan sólo quedan las cenizas de toda aquella labor.

Robinson se pasa la mano por la cabeza, luego por la cara, e incrusta el labio superior bajo la manta carnosa del inferior. "Ahora hay cuatro muchachos que juegan a cesta. No hay muchos porque no es fácil jugar a cesta-punta y les atrae más el béisbol. Se necesitan dos o tres años de entrenamiento para dominar este deporte y a los chicos les cuesta. Ahora, por ejemplo, tenemos los Juegos Deportivos del ALBA (Alternativa Bolivariana para América) y se va a jugar a otras modalidades de pelota vasca, pero no a cesta-punta. Es una pena, pero es así. La cesta es cara, porque necesitas material específico que no tenemos en Cuba, necesitas cantera, necesitas instalaciones que hay que mantener en buenas condiciones. No es fácil", se lamenta y acerca sus manos al frontis. En las paredes peladas y frías parece descifrar códigos emocionales que solo él percibe.

Años de gloria Lejos quedan los años primigenios en los que unos pocos aficionados trataron de impulsar la pelota vasca en la isla. A finales del siglo XIX desembarcaron en Cuba los primeros profesionales del joko-garbi (juego limpio), y en adelante la vieja xistera y la cesta-punta (modalidad más moderna) se fueron relevando. guipuzcoanos Mazzantini -Luis, el torero, y Tomás-, fanáticos de esta modalidad deportiva, concibieron la implantación de la modalidad en La Habana. Ellos solicitaron el primer permiso al consistorio, pero les fue denegado.

Años más tarde Basilio Zarasqueta se unió al esfuerzo de los pioneros y en 1900 requirieron un nuevo permiso para construir un gran frontón en terrenos del ayuntamiento. Tras arduas negociaciones, Zarasqueta logró que el general Leonardo Wood (el interventor estadounidense de la isla) se entusiasmara con la idea y aprobara el proyecto. Más tarde el propio Wood llegó a practicar cesta-punta casi a diario. Con el apoyo económico de Manuel Otaduy, agente general de la Compañía Trasatlántica Española, se construyó el frontón. El partido inaugural tuvo lugar el 10 de marzo de 1901. Este encuentro fue precedido por un almuerzo en el que los propietarios ofrecieron un exquisito plato de bacalao a la vizcaina al general Wood. Después, todos los asistentes, vestidos de blanco y tocados con boinas rojas, presenciaron los partidos programados para la ocasión.

Durante los primeros años en el Palacio de los Gritos se jugó a cesta-punta y en 1918 la moderna herramienta -llamada también mauser- fue sustituida por el joko-garbi, una modalidad más tradicional, más pura, pues no dejaba que los pelotaris retuvieran la pelota en el cesto, acción que sí está permitida en la cesta-punta. El Palacio de los Gritos contó también con la competencia directa de otra cancha que se construyó en La Habana en 1921. La llamaron Nuevo Frontón -el de las Luces- y en ese recinto se jugaba a otras dos modalidades de pelota vasca, el remonte y la pala. La empresa fracasó y cerraron la cancha dos años después, en 1923.

El joko-garbi o juego limpio volvió a dar paso a la evolucionada cesta-punta y con esta herramienta se vivieron momentos de gloria desde 1932 hasta 1937, a pesar de que entre 1930 y 1932 el frontón permaneció cerrado. La segunda década dorada aconteció en los 50 y duró hasta 1962, momento en el que el Palacio de los Gritos cerró definitivamente sus puertas.

Uno de los grandes aficionados a la modalidad vasca fue el escritor Ernest Hemingway, que siempre decía que el Jai-Alai era su "espectáculo predilecto", aunque también le deparó algunos disgustos. Como el que le dio su amigo Tarzán Ibarluzea, que recibió un duro pelotazo en la cabeza. Semanas después del accidente Hemingway narraba los hechos a un ex pelotari, Félix Areitio, metido a periodista: "He visto en mi vida a muchas personas con heridas de muerte, pero el accidente que sufrió Ibarluzea expuso ante mis ojos el caso de valor y serenidad que jamás pude soñar. No hacía ni media hora que había estado conversando con él. Me senté a ver el partido y allí estuve muy contento ante el formidable esfuerzo que estaban desarrollando los cuatro contendientes. De repente, Guillermo, que era un gran jugador, encestó en difícil postura y tuvo la mala suerte de pegarle a Ibarluzea en la cabeza. La pelota, que iba muy rápida, sonó diferente, seca, glacial, como un portazo. Pero Ibarluzea no cayó. ¡Qué fortaleza! Parecía imposible que pudiera mantenerse en pie. Por su blanca camisa comenzaron a desparramarse rojos claveles. Su rostro era completamente carmesí. Estaba bañado en sangre y en pie se mantenía. Yo, asustado, corrí a la sala de curas y cuando llegué me quedé admirado de que el accidentado me recibiera con una triste sonrisa. Me dio la mano... y se desplomó. Pasó tres días sin conocimiento. Se moría. Se iba en pleno vigor, poderoso en fuerza y juventud... Le hicieron dos trepanaciones y la ciencia hizo el milagro de devolverlo a la vida". Por increíble que parezca, el bravo puntista de Barinaga (Bizkaia) volvió a jugar meses después.

Víctor se levanta y mira por última vez las gradas del frontón, convertidas en un amasijo de butacas. "Era tremendo. Cuando hacías un buen tanto o una jugada espectacular la gente se levantaba, gritaba y aplaudía. Aquello te llenaba de alegría y hacía que te sintieras grande. Yo lo he vivido y puedo contarlo. Fueron buenos años, años que recordé hace poco en el País Vasco. Me invitó la Federación Internacional de Pelota Vasca y allí pude visitar los lugares de los que tanto había oído hablar: Mutriku, Markina, Ondarroa, Gernika… Visité a un montón de viejos amigos y engordé ocho kilos. Muchacho -y estira la "a" como un chicle-, cómo se come allí, una semana más y reviento".

Víctor lanza una última sonrisa y se bate en retirada. El recinto impone, los fantasmas del pasado no lo han abandonado del todo. Basta con detenerse un rato en mitad de la formidable cancha para volver a escuchar el eco de unos gritos que hicieron historia.