LA final del Masters disputada en Doha fue el espejo que reflejó el caos que reina en el circuito femenino. El arte y el talento se impusieron a la fuerza y el duro entrenamiento. Mamá Clijster, que debe cuidar de su hija Jada y tiene marido, David Lynch, se afana en más ámbitos que el de la raqueta, mientras que quien fue su rival, la danesa Caroline Wozniacki, disputa todos y cada uno de los torneos, exprime cada segundo de su tiempo y se pasea como número uno del mundo cuando, en verdad, en su palmarés no consta ni un solo título de los grandes. Su objetivo es ejercer de cigarra para arañar cuantos puntos sean posibles y así se ha encaramado a lo más alto del top-ten, aun a sabiendas de que su juego está un escalón por debajo de varias de sus adversarias, incluidas las hermanas Williams, que prefieren centrarse en los Grand Slam. Es más, Serena y Venus no ocupan ya ni un sitio en el podio de la WTA.

Coincidiendo con su progresión, a Wozniacki le llueven las críticas por su estilo defensivo y poco espectacular, lo que para muchos expertos es la causa principal de sus problemas en las citas de caché, pero su ascensión a la cima demuestra la crisis y sinrazón imperante. Serena compitió en apenas media docena de campeonatos en 2010, esgrimiendo lesiones sospechosas, como la dolencia que arrastra desde que en julio pisó los vidrios de una botella de cerveza rota en un restaurante de Múnich. 24 horas después jugó un duelo de exhibición en Bruselas y cinco días más tarde fue fotografiada en Los Ángeles en la inauguración de su nueva casa vistiendo unos tacones altísimos. Stacey Allaster, nueva jefa de la WTA, tampoco es capaz de que las estadounidenses varíen su conducta, como le sucedió antes a Larry Scott. Resignada, se limita a defender el sistema de clasificación "porque recompensa el rendimiento constante de doce meses. Si Caroline está ahí es por haber ganado más encuentros que nadie". Ciertamente, también la rusa Safina y la serbia Jankovic alcanzaron el cénit sin un galardón de enjundia en sus bolsillos. La concentración de elogios, por su meritaje, se lo lleva Clijsters, que se coronó en el Masters horas después de sufrir un serio accidente de tráfico donde el coche quedó para la chatarra. Nada le supone un obstáculo. Su poderoso tsunami es hasta más feroz que el que ostentaba antes de su parcial retirada. A sus 27 años y tres veces maestra, sumó el título 40 de una carrera que interrumpió durante dos temporadas por su maternidad y donde relucen sus tres US Open (2005, 2009 y 2010).

El circuito se ha convertido más en una pasarela y escenario para la captación de patrocinadores que en una escuela del saber hacer, como se le reconocía en la era Graff. La calidad de las tenistas, por estancamiento, dista mucho del poder de atracción que desprendían las Navratilova, Evert, Seles o Arantxa. Hace bien poco, a modo de gesto de cara a la igualdad de sexos, los rectores de los Grand Slam apostaron por asemejar la cuantía de los premios, aunque junto a la red prime bastante más el look de las Sharapova, Ivanovic, Cibulkova o Dementieva, que acaba de anunciar su retirada a sus 29 años y tras colgarse el oro en Pekín 2008 y la plata en Sidney 2000. Al menos, ésta última ha tirado de regularidad, al haber estado entre las veinte mejores del escalafón durante casi ocho años, desde el 21 de abril de 2003. En el futuro todo apunta que se seguirá por idénticos derroteros, emergiendo gente como la rumana Sorana Cirstea, la estadounidense Melanie Oudin, la belga Yanina Wickmayer o la ya consagrada bielorrusa Azarenka. "Si esto es lo mejor que el juego femenino tiene para ofrecer, entonces la conclusión debe ser que mientras el circuito puede ser glamouroso, rico y global, el tenis en la cima es mediocre", vaticinada hace ya unos años The Sunday Times. Nadie se imagina a Baghdatis, Kohlschreiber, Llodrá, Fish o Querrey, por dar ejemplos, bajando de su trono a los Nadal, Federer o Djokovic. Y no es la igualdad, sino todo lo contrario, la justificación de que Wozniacki porte una corona con espinas.