Le preguntaron a un navarrico sobre lo que eran los Fueros. ”Los Fueros son los cojones de Navarra”, contestó. Con perdón. Se entendió a la primera. De alguna manera lo refleja con rotundidad el cartel de Txiki, ampliamente difundido en aquel año 1931, cuando se discutía el primer estatuto, el de Estella, que incluía Navarra. El segundo fue aprobado el 1 de octubre de 1936 en el Congreso y en plena guerra. Fue la condición que le puso el EBB al presidente del gobierno español Largo Caballero para que Irujo fuera uno de sus ministros. El tercero fue el de Gernika, aprobado el 25 de octubre de 1979, con la beligerante oposición de lo que hoy es el PP y que, sin embargo, lo consideró, junto al PSE de Patxi López, el día de la Comunidad Vasca, aprobando su celebración. Es incomprensible que todavía no lo sea el primero, aquel estatuto de 1936 que trajo como consecuencia un gobierno de concentración con ejército, política exterior, administración, moneda y estando la derecha disparando fuera contra él. Duró nueve meses y se mantuvo cuarenta en el exilio, defendiendo aquella legitimidad. El Lehendakari Leizaola, al volver del extrañamiento, entregó simbólicamente esa legitimidad en 1979. Somos, pues, dados a respetar lo simbólico. Y eso es fundamental.

Todos los coches tienen espejo retrovisor o pantalla informática para ver qué está pasando detrás, aunque de lo que se trata es de ir hacia adelante. Pero cuando Núñez Feijóo en su fallida investidura en el Congreso y desde la tribuna recordó con retintín al PNV como partido conservador porque reivindica “Dios y Ley Vieja”, ”Jaungoikoa eta Lege zarra”, en clave despectiva, conviene recordar en dos trazos la importancia de la fecha que vamos a conmemorar dentro de diez días y que es fundamental para entender muchas cosas.

La Habana, 1942

En 1939, centenario de la abolición foral, un gobierno vasco ya en el exilio y en plena guerra mundial, hace una campaña muy intensa recordando la fecha y pidiéndoles a los partidos del gobierno vasco que tengan “obediencia vasca”. Agirre al poco llega a América tras su fuga vía Berlín y en su visita a Cuba, en La Habana, sigue reivindicando la soberanía vasca y recuerda lo siguiente en pleno Caribe y con un impoluto traje blanco: ”¿Os puede extrañar que los vascos hoy en día luchen y se propongan seguir luchando por la libertad? ¿Creéis que todo el tesoro de tradición que encierran nuestros siglos de historia, y que llegan incólumes hasta ayer, podemos olvidarlo tan fácilmente? Todo este patrimonio fue roto violentamente en 1839, después de una promesa solemne hecha a nuestros padres en los campos de Bergara, donde al firmarse el Convenio que dio fin a la primera de las guerras llamadas carlistas, se prometió el respeto a la vieja libertad vasca a cambio de que los vascos depusieran sus armas. Puestas en el suelo las mismas, la promesa fue incumplida y a partir de ese momento, Euzkadi, el pueblo de los vascos levantó su bandera de reivindicación por su libertad. ¿Os puede llamar la atención entonces, señores, que conocido nuestro pensamiento sobre la dignidad del hombre y el amor a la libertad patria, conocida nuestra democracia histórica, alguien puede extrañarse de la posición que adoptamos ante la terrible lucha ideológica que en el mundo se desarrolla actualmente? ¿Cómo habíamos de ser traidores al espíritu de nuestra historia?”.

Y es que aquel abrazo no fue un Convenio para ser cumplido sino una traición en toda regla. ¿Y alguien puede extrañarse que en 1978, recordando lo dicho por el Lehendakari, los diputados y senadores del EAJ-PNV esgrimieran como núcleo central de su negociación política la reintegración foral plena? No se pudo llegar más allá, pero ahí está la Disposición Adicional de la Constitución que reconoce esos derechos previos y da por anuladas todas las leyes abolitorias y el espíritu violento y centralista de Cánovas del Castillo cuando dijo aquello de que “cuando la fuerza causa estado, la fuerza es el derecho”.

Valentín de Olano, en el Parlamento español, lo dejó muy claro, muy poco después, en marzo de 1840: ”Jamás creyó la lealtad vasca en aquellos solemnes momentos en que vio tendido un mundo de boinas y bayonetas, que se había de venir con argucias que más parecen sofismas. Si el 31 de agosto se hubiese dicho a las masas armadas que estaban delante del Duque de la Victoria (Baldomero Espartero). ‘Todo lo habéis perdido’, no se hubiera efectuado el Convenio. Pues bien, lo que no digo al hombre que está con las armas en la mano, no se lo digo después que las ha dejado”.

Hace ahora 44 años se eligió el 25 de octubre de 1979 para aprobar en referéndum el estatuto de Gernika. Las fechas pesan y dan mentís a un inculto histórico, Núñez Feijóo, tan inculto en foralidad que la considera un privilegio y no como poder político originario, tan desinformado como los Guerra y Abril Martorell con quienes tuvieron que negociar nuestros parlamentarios la Constitución española que reconoce que esos derechos forales son anteriores a su intocable y sacrosanta Constitución.

Y nos metieron en su corralito

En aquel desierto hubo voces que dijeron y denunciaron lo que estaba pasando. Un diputado de aquellas Cortes españolas, cuyo comportamiento merece ser recordado fue el Marqués de Viluma, quien a pesar de no ser vasco y de no tener por ello motivos para conocer el problema de nuestro país, ni la verdadera significación de nuestros Fueros, comprendió inmediatamente el engaño y la intención torcida que entrañaba la proposición que por el gobierno español se presentó a la consideración y discusión de la Cámara. ”Se confirman los Fueros sin perjuicio de la unidad de la monarquía”. Maldito sin perjuicio.

Él sabía, indudablemente, que mientras los vascos disfrutasen de sus Fueros tendrían la facultad de hacer sus leyes, que tendrían en sus manos el arma decisiva del Pase Foral, y comprendió que el disfrute de esas facultades y prerrogativas, que en realidad suponían la libertad de aquellas “provincias norteñas”, no podían ser compatible con la situación que planteaba lo que el proyecto de ley llamaba la unidad constitucional de la monarquía. Ante el despojo que trataba de realizarse, y usando la palabra, se enfrentó con el gobierno explicando a la Cámara el verdadero alcance de la disposición proyectada llegando a decir con toda crudeza que no era de legisladores honrados dejar de calculado intento las leyes de forma oscura y con doble sentido. Ante aquello, no le quedó más remedio que confirmar el “atraco” del ministro de Gracia y Justicia, Lorenzo Arrazola, autor del proyecto. Así quedó aclarado el engaño, y la ley a pesar de las primeras palabras confirmatorias, y no fue ya de doble sentido, sino solamente de sentido derogatorio y destructivo de los Fueros Vascos lo que se estaba haciendo.

Dictada la funesta ley y adoptadas por el Gobierno español las primeras disposiciones para su aplicación, el pueblo vasco en general no reaccionó contra ellas y aquel silencio de muerte hubiese sido total si no hubiese surgido la voz de un valiente nabarro. Fue la del Síndico de las Cortes de Nabarra D. Ángel Sagaseta de Ilurdoz. Voz fuerte y de gran autoridad, que se levantó enseguida para advertir a los nabarros, a los vascos todos, que aquella ley que se acababa de promulgar no era confirmatoria de los Fueros como del texto inicial del artículo primero parecía deducirse, sino que por el contrario, entrañaba su total derogación. Pero su voz no tuvo eco y su advertencia no fue atendida por los vascos.

El Gobierno de la monarquía, tan pronto como se dictó la mentirosa ley, procedió a establecer los tentáculos de su dominación y en primer término designó a los gobernadores civiles que entonces se conocían con el nombre de Jefes Políticos, nombrando para Gipuzkoa al general Francisco de Paula Alcalá. El primer acto de éste fue dirigirse a todos los alcaldes de la ya provincia, diciéndoles que en adelante debían considerarle y reconocerle como su superior jerárquico y cumplir estrictamente las órdenes que emanasen de su autoridad. Los alcaldes, en general, callaron, pero hubo uno que, conocedor, sin duda, del régimen propio de la foralidad vasca, no quiso someterse, sino que se enfrentó con el Jefe político negándose a obedecerle. Fue éste el alcalde de Azpeitia, Ascencio Ignacio Altuna, quien a la circular del general contestó diciendo que no podía reconocerle como superior jerárquico, pues para él no había más autoridad que la que emanase de las Juntas Generales de Gipuzkoa. Con este motivo se cruzaron entre el Jefe Político y el alcalde de Azpeitia repetidos oficios y comunicaciones en los que éste contestaba serenamente a los requerimientos de aquél ratificándose cada vez con más energía en su posición inicial. Las amenazas del general no consiguieron impresionar a aquel hombre íntegro que por fin fue apresado y conducido entre bayonetas a San Sebastián y allí encarcelado y sometido a proceso. Nadie le siguió y él, pasado algún tiempo y recobrada la libertad publicó un folleto explicando a su pueblo cuanto le había ocurrido, insertando copia de los interesantes oficios cruzados en la desigual contienda.

Ángel Sagaseta de Ilurdoz y Ascencio Ignacio de Altuna son, pues, acreedores de nuestro reconocimiento. A ellos y al diputado Marqués de Viluma, eminentes parlamentarios los tres, cuyos nombres destacaron brillantemente como magníficas excepciones en aquel coro general de felonías y traiciones de unos, de apatías, desconocimientos y dejaciones incomprensibles de otros, debemos los vascos un recuerdo de admiración que sirva de pequeño homenaje a su memoria en tiempos en los que el líder del PP tergiversa la foralidad, pues los tres lo hicieron en el mismo hemiciclo.

La reacción contra la ley de 25 de Octubre de 1.839 (hace ahora 284 años) no surgió por el momento en forma explosiva, sino que se fue incubando poco a poco durante cincuenta años hasta que vino a concretarse con la aparición de Sabino Arana, el hombre clave de Euzkadi, quien en 1895 fundó el EAJ-PNV, que supo dar al problema su exacta dimensión con la definición y exaltación de la verdadera Patria de los Vascos a la que se ofrendó totalmente.

Y en eso estamos, señor Feijóo.