LA calidad de una democracia moderna no solo se mide por la atención a los requerimientos del principio democrático. Si admitimos que la democracia ha de entenderse como una democracia de carácter mayoritario, en la que la voluntad política que ha de prevalecer es aquella que puede identificarse con la voluntad de la mayoría, no queda más remedio que reconocer, primero, que hay que facilitar los medios, que no son otros que los jurídicos, para que esa voluntad política pueda expresarse.

Seguimos conviviendo con los principios inspiradores del orden revolucionario francés. Entre los conocidos valores como la división de poderes, las elecciones libres y universales y con el principio de legalidad que, entre otras exigencias, exige la certeza y claridad de la norma. El principio de legalidad es una de las principales aportaciones de la Revolución Francesa al orden político y al Derecho europeo occidental. La afirmación según la cual no hay autoridad superior a la de la Ley, se convierte en una consigna del movimiento revolucionario y de su posterior plasmación constitucional.

El Real Decreto-ley 5/2023, de 28 de junio, aprobado por la Diputación Permanente del Congreso tiene un título ya elocuente para acreditar cómo se ha relativizado hasta límites aberrantes el principio de legalidad.

Este RDL se caracteriza por la pretensión como consta en su rótulo de regular las siguientes materias: RDL por el que se adoptan y prorrogan determinadas medidas de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la Guerra de Ucrania, de apoyo a la reconstrucción de la isla de La Palma y a otras situaciones de vulnerabilidad; de transposición de Directivas de la Unión Europea en materia de modificaciones estructurales de sociedades mercantiles y conciliación de la vida familiar y la vida profesional de los progenitores y los cuidadores; y de ejecución y cumplimiento del Derecho de la Unión Europea.

Regula entre otras las siguientes materias: transposición de directiva de la Unión Europea en materia de modificaciones estructurales de sociedades mercantiles; transformación por cambio de tipo social; modificaciones estructurales transfronterizas intraeuropeas; transposición de la Directiva (UE) 2019/1158; modificación del texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre; modificación del texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público; modificación de la Ley 36/2011, de 10 de octubre, reguladora de la jurisdicción social; régimen sancionador aplicable a las infracciones previstas en el Reglamento (UE) 2021/784 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de abril de 2021, sobre la lucha contra la difusión de contenidos terroristas en línea, y un largo etcétera hasta 224 hojas.

Parece que la pretensión del Gobierno en funciones era no dejar colgados los sesenta proyectos normativos que no se pudieron tramitar por la disolución anticipada de las Cámaras. Pero este Real Decreto Ley no es el procedimiento adecuado para acometer esta tarea sino para todo lo contrario, para provocar más confusión en los ciudadanos y en los operadores jurídicos para los que descubrir cuál es la norma vigente en cualquier materia tienen que recurrir a la épica.

Existe una leyenda, que solo los más sabios recuerdan, según la cual un dios mesopotámico hizo llamar al rey de Babilonia y le encargó dictar una ley. A fin de guiarle en esta labor, le ofreció el siguiente consejo: “¡Sé justo! ¡Habla poco, habla claro, habla cierto, habla bien y habla bello!”. El legislador, por desgracia, nunca ha recibido tal consejo o, si lo ha hecho, lo ha olvidado o ignorado.

Basta con asomarse a las páginas de cualquier diario oficial para darse cuenta de que el legislador habla mucho. El número de normas y su extensión no ha dejado de crecer en el último siglo (se estima que hoy están vigentes en el Estado español más de 100.000 normas). Las causas que explican este fenómeno son muy diversas: la aparición de nuevos poderes normativos junto con el del Estado y su vocación de agotar todos sus títulos competenciales, la creciente intervención administrativa, propia del Estado social, la creencia de que el Derecho sirve para moldear la sociedad o la cultura política que liga erróneamente eficacia en la gestión con producción de normas jurídicas.

Esa “legislación incontinente” en términos de Ortega, suele ir acompañada de una falta de claridad en las previsiones legales. Es mucho más habitual de lo que los ciudadanos legos en Derecho puedan creer encontrar que un mismo texto legal dice una cosa y la contraria, que las mismas o similares previsiones se reiteran en normas diferentes o que se utilizan palabras con significados opuestos a los pretendidos o remisiones a ninguna parte.

La claridad reclama un adecuado orden y estructura de los textos normativos, una depurada sintaxis y una correcta elección del lenguaje que, sin prescindir de los tecnicismos propios de la ciencia jurídica, huya de la pretensión de aquel ministro que decía a su secretario que, alcanzada la conveniente oscuridad de la orden ministerial por él redactada, podía remitirla a la Gaceta Oficial.

Convivimos, como la mayoría de las democracias del mundo, con un modelo de democracia parlamentaria En este sistema se combinan los poderes ejecutivo y legislativo de gobierno y se elige al jefe de Estado político desde dentro del Poder Legislativo. Por ello son absurdas las invocaciones que está realizando el PP al gobierno de la lista más votada. Gobernará el partido que obtenga el mayor número de apoyos parlamentarios.

Son frecuentes las denuncias de los Colegios de Abogados reclamando una legislación clara y como exige la jurisprudencia constitucional certera. Esas quejas que yo he podido leer acreditan que ni los profesionales del derecho conocen con facilidad la norma vigente cuando se plantean un pleito. Si algo se puede pedir a la próxima legislatura y es un requerimiento democrático es un mínimo orden y claridad en su actividad normativa. No puede repetirse la circunstancia de que una reforma del Código Penal modifique la Ley de Arbitraje.