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¡Que vuelva el debate!

EN tiempos no tan lejanos, debatir suponía contrastar dos puntos de vista argumentados, uno afirmativo y otro negativo sobre un tema polémico. En ese contraste se procuraba que ambas posturas respondieran con argumentos, dando lugar a un intercambio de ideas a partir de la investigación que cada interviniente realizaba antes del debate. Era, por tanto, un ejercicio intelectual que demandaba considerable trabajo, trabajo en el que se procuraba que todos sacaran conclusiones o, al menos, alguna clase de provecho.

Ahora, las redes sociales han desencadenado el saludable efecto de democratizar el acceso a una atalaya pública, pero no han enriquecido el debate en sí. Las redes facilitan el recurso a altavoces, multiplican sus formas y posibilidades. De hecho, se hace ya imposible diferenciar entre creadores y receptores de opinión: en mayor o menos medida, con efectos gigantescos o infinitesimales, nadie que hoy quiera opinar, de forma pública, lo tiene vedado. Pero, como todo instrumento vehicular, las redes sociales pueden ser utilizadas de forma constructiva o destructiva. A veces tenemos la impresión de que lo que prevalece, por desgracia, es la demolición.

Evidentemente, buena parte de lo que hoy ocurre en las redes no es debate. Es otra cosa. Y ese efecto ha trascendido incluso más allá de las redes sociales. Los que tenemos el beneficio de los años comprobamos cómo hemos pasado de los debates televisados en programas como La Clave a las estridencias de La Sexta Noche.

El problema acaso se haya originado por el influjo inmoderado de las redes sociales en nuestro modo de reflexionar (y de reaccionar ante toda clase de hechos). La constricción de ciertas redes a un número diminuto de caracteres exige agostar el discurso y presentar de él un mero esqueleto. Esto favorece que la opinión se exprese de un modo escueto y se convierta con frecuencia en un insulto o en la expresión de una mera tontería. Ello nos ha llevado, ante todo, a la pérdida del matiz, a la abolición de cualquier expresión de sutileza política, económica o moral en el discurso. A partir de entonces, ya acaba siendo “sutileza” cualquier intento de reflexión que aspire a alzarse un palmo del suelo.

No sorprende así que, por ejemplo, a la hora de criticar la opinión de alguien, se recurra al rechazo visceral, expresado como “asco”. El “asco” es una verbalización muy frecuente en las redes, que se personaliza al extremo: me dan asco, nos dan asco determinadas ideas, actitudes y personas. Es el asco, la urticaria, el vómito… Creemos que todas las personas que frecuentan las redes saben a qué nos referimos: el recurso a una reacción desmedida para criticar, la apelación a un efecto físico, biológico, con el fin de liquidar la opinión ajena. En realidad no es nada nuevo, ya era un recurso muy manido antes de la llegada de las redes pero, por mor de las mismas, su efecto se ha multiplicado exponencialmente.

El asco es un recurso contrario al ejercicio argumental: emoción y razonamiento suelen habitar polos opuestos. Resulta, sin embargo, de una enorme eficacia. Se da de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba e incluso en las dos diagonales y en las dos direcciones de ambas. Intenta deslegitimar al antagonista. Como sus ideas dan asco en el ámbito emocional, ni siquiera merecen ser consideradas. El que siente asco por ciertas ideas las descabalga del espacio público. Su aspiración no es contradecir, es cancelar. Y su objetivo más secreto –inconfesable, inconfesado, pero evidente para cualquier espectador con dos dedos de frente– es cancelar, también, al propio adversario como sujeto con derecho a participar en el espacio público.

El recurso al asco resulta, como decimos completamente emocional, proscribe la argumentación de quien discrepa de nosotros y –todavía más cómodo– exime al que lo ejerce de toda obligación de argumentar. Hay, sin embargo, una dimensión moral que suele pasar desapercibida, incluso en la crítica a este fenómeno tan frecuente, y que resulta, sin embargo, aún más descorazonadora: sentir asco –aunque ese asco, frecuentemente, más que un sentimiento sea una representación– supone confesar algo aún más grave: la ausencia de la más absoluta curiosidad por lo que el otro pueda afirmar.

No estaría mal reivindicar la curiosidad como instrumento para la regeneración del debate en una sociedad sana. ¿De verdad el adversario no puede decirnos nada de interés? Todavía más, incluso desde la más radical e irredimible militancia: ¿no me interesaría conocer, a fondo, los resortes que mueven al que opina distinto, para rebatirlo mejor?

Los que esto escribimos estaríamos dispuestos, incluso, a hacer alguna autocrítica al respecto. ¡Qué fácil es considerar ignorante –o mal informado, si somos un poco más elegantes– a aquel que nos contradice! Pero no estaría mal el ejercicio de humildad intelectual que nos permita, también, aprender algo de él.

Si solemos aceptar, de forma pacífica, que se aprende más de las malas experiencias que de las buenas, no estaría mal considerar, del mismo modo, que en muchas ocasiones se puede aprender más de un antagonista que de nuestro ferviente partidario. Bajo ese presupuesto, sería conveniente prestar oídos a aquello que no nos gusta antes que exigir que calle para siempre. Y sobre todo, volver a debatir: con eso todo el mundo gana. l

Pedro Ugarte es escritor. Andrés Krakenberger es activista por los derechos humanos