LA palabra rusa silovikí seguramente no les dirá nada. A mí tampoco hasta leer este verano el fascinante Los hombres de Putin. Cómo el KGB se apoderó de Rusia y se enfrentó a Occidente, de Catherine Bolton, periodista especializada en economía rusa. Los silovikí (“hombres fuertes” – en ruso “sila” significa fuerza–), son el círculo de confianza del clan de Putin, exmiembros del KGB, oriundos o formados en San Petersburgo como el propio presidente, y nueva casta de oligarcas rusos que llegaron al poder con el traspaso de poderes entre Yeltsin y Putin. Los agentes del KGB y del GRU (servicios secretos del Ejército Rojo) actuando como un Estado profundo, habían permanecido ocultos y acechando en la trastienda, pues las instituciones de seguridad soviéticas nunca se desintegraron, las redes personales se mantuvieron a la espera de una persona que pudiera reunificarlas. Ese era el futuro que esperaban y que Putin encarnó.

Yeltsin había llevado al país a una situación económica cercana a la bancarrota y sus esfuerzos por implantar una economía capitalista solo consiguieron el enriquecimiento espectacular de un reducido grupo a quienes se llamó oligarcas y que accedieron a la propiedad de las grandes empresas de comunicación, gasísticas y petroleras –hasta entonces propiedad del Estado– mediante subastas amañadas. Aquel expolio iba a la par de la inversión occidental, que no quiso perder la ocasión de tomar su parte del pastel como propietarios, socios o adjudicatarios de contratos en la industria energética. Rusia produce el 40% del gas mundial y el 25% del que se consume en Europa y su producción petrolera asciende al 30% del total del planeta –excluida la generada en los países árabes–. Los metales raros, las riquezas naturales, las nuevas vías de comercio marítimo a través de la ruta ártica polar también estaban en la agenda de los grupos económicas occidentales. En definitiva, en un momento de enorme debilidad política, Rusia estaba a punto de ser engullida por la voracidad de sus oligarcas (excomunistas, no lo olvidemos), y por la codicia occidental. Putin y sus silovikí no hicieron ascos a llevarse su parte del botín, pero nos engañaríamos si redujésemos su política a una burda cleptocracia o gobierno de ladrones. Durante la Guerra Fría, el KGB insistía en desplegar “medidas activas para sembrar la división y la discordia en Occidente, financiar a partidos políticos aliados y erosionar al enemigo imperialista (americano)”. Putin persigue los mismos fines, pero dispone de muchísimos más medios. La esclerótica economía soviética no daba para muchas financiaciones revolucionarias, mientras que la boyante economía de capitalismo de estado basada en la producción gasística y petrolera hace posible la venganza de Putin contra Occidente. El sistema que crearon los hombres de Putin es un capitalismo híbrido que buscaba comprar y corromper a políticos y funcionarios occidentales que acogieron satisfechos las nuevas riquezas procedentes de Rusia sin darse cuenta del caballo de Troya que suponía la dependencia energética y la normalización a escala internacional de una clase política rusa compuesta por bandidos patriotas.

La historia rusa

En su discurso de toma de posesión tras el relevo a Yeltsin, Putin afirmó: “La historia de nuestro país lleva siglos corriendo por los muros del Kremlin. No tenemos derecho a ser Ivanes que no recuerdan su nacimiento. No debemos olvidar nada. Debemos conocer nuestra historia y recordar siempre a aquellos que crearon el Estado ruso y defendieron sus valores, a aquellos que lo hicieron grande y poderoso.” En su discurso no incluyó ninguna muestra de crítica a la autocracia zarista, el estalinismo, la obsolescencia comunista o la cleptocracia poscomunista. Para Putin, la historia rusa es Una, Grande e Indivisible. Entre quienes aplaudieron sus palabras en el Salón Andréyevsi del Kremlin estaban sus compinches silovikí. Nikolái Pátrushev, quien había sustituido a Putin como director del FSB, servicio secreto heredero del KGB, que veía el capitalismo como un arma para recuperar el poderío imperial de Rusia. También estaba Serguéi Ivanov, exagente de inteligencia exterior del KGB, secretario del Consejo de Seguridad de Rusia. Viktor, el otro Ivanov, fue nombrado vicepresidente de la administración presidencial, su extraordinaria memoria desarrollada como agente del KGB facilitaba la tarea de control personal a un Putin que reclamaba hasta el último detalle de la idiosincrasia de todo el mundo. Igor Sechin, también ex-KGB, colaboraba con Putin desde su etapa de vicealcalde en San Petersburgo y no había papel que firmase el presidente que no fuera leído antes por Sechin. El último integrante del círculo era Víktor Chérkesov, que había dirigido la división del KGB encargada de investigar las actividades de los disidentes. Esta caterva, capitaneada por quien el presidente George W. Bush solemnizó que “al mirarle profundamente a los ojos había podido captar su alma”, era quien dirigía los destinos de Rusia. EE.UU. parecía ignorar sus verdaderas intenciones que no eran otras que mantener el perenne orden ruso como lo había explicitado Putin en su discurso de toma de posesión. ¿Ignorancia o demostración de que la codicia oscurece el entendimiento? Putin había encontrado un punto débil crucial en la armadura de Occidente: los intereses económicos siempre acabarían pesando más que las dudas sobre el respeto a la ley, los derechos humanos y la democracia de su régimen.

Occidente, incapaz de calibrar la trascendencia del ascenso al poder de Putin y los silovikí, creía que Rusia ya no entrañaba peligro, que podían encontrar la manera de llevarse una parte de sus riquezas energéticas y que la integración del país en los mercados europeos convertiría a Rusia en parte del proceso de globalización mundial. Sin embargo, estaban sucediendo otras cosas que Occidente no supo entender. Los silovikí comenzaron destruyendo la pluralidad informativa, expropiando y enviando al exilio a los magnates de la prensa Vladímir Gusinski y Boris Berezovski, propietarios de canales de televisión y periódicos. Controlados los medios de comunicación –obsérvese la cobertura rusa de la invasión de Ucrania–, el siguiente asalto estuvo dirigido contra los propietarios de las empresas energéticas. El caso Jodorkovski, encarcelamiento, larga condena y expropiación de activos del propietario de la megapetrolera Yukos por un enredado asunto de impago de impuestos, no solo supuso un escarmiento para el resto de los empresarios sino, aún más grave, la supeditación al poder del Kremlin de fiscales y jueces que convenientemente engrasados, dictaron unas sentencias de escándalo. Sin prensa opositora, desactivados los empresarios contestatarios, alienada la judicatura, comenzó para los sivorikí el gran juego.

‘Obschak’, los fondos ocultos

Para jugar en política, como en el casino, se necesita dinero. Y la nueva oligarquía silovikí sabía cómo obtenerlo. Desde la época de la URSS el entonces KGB había constituido en el extranjero fondos ocultos, llamados en ruso “obschak,” para financiar revoluciones o determinados partidos occidentales, adquirir tecnología de uso dual sujeto a embargo por los EE.UU., y preservar su propio futuro. Cuentas bancarias en Austria y Suiza eran nutridas por fondos que provenían de la venta de gas, petróleo, materias primas desviadas del curso legal a través de empresas pantalla. El saco negro “obschak” no solo fue engordando, sino que también se especializó en activos bancarios llegando con Putin a intervenir en los mercados financieros. Particularmente el de Londres, donde un Tony Blair permisivo desarrolló una legislación en materia de auditoría que posibilitó el lavado de capital opaco procedente de Rusia y la consiguiente influencia de Putin en la ciudad que comenzó a llamarse jocosamente Londongrado.

Todo esto sucedía mientras los precios del petróleo se habían triplicado y Rusia tenía la quinta mayor reserva del mundo en divisa fuerte. La sociedad rusa se contentaba dejando que el Kremlin monopolizara la toma de decisiones económicas y políticas siempre que tuviera un nivel de consumo aceptable: coches, lavadoras, televisión etc., olvidando así los durísimos años transcurridos tras la caída del régimen soviético. El sociólogo ruso Masha Lipman describe esta situación como “el perenne orden ruso, el Estado dominante en una sociedad sin poder, fragmentada”. Quizás encuentren en esta descripción una clave para entender la pusilanimidad de la ciudadanía rusa ante la invasión de Ucrania.

La corrupción alcanza ahora a todo el sistema. Quienes antes se preocupaban por lo que pudieran pensar en Occidente, ahora tratan de sobrevivir. Las sanciones internacionales y la influencia de los silavikí suponen un lastre para la economía; el pastel a repartir disminuye y las intrigas en la cúspide del poder, que solo la guerra en Ucrania parchea, son constantes. “Desde el principio los hombres de la seguridad habían sembrado las raíces de la revancha. Pero al parecer, también desde el principio estaban condenados a repetir los errores del pasado” es la conclusión lapidaria de Catherine Bolton. Me convence a medias, pero me rindo ante su erudición. En todo caso, como dice un refrán ruso: “No sirve de nada echarle la culpa al espejo –Occidente– si eres feo de cara”.