OLVEMOS al camino de la rutina que dejamos atrás en febrero del año pasado. Ha sido un paréntesis largo y tortuoso, pero comenzamos a olvidarlo. La mentalidad humana es así. Se olvida rápidamente de los malos momentos y acostumbra enseguida de los buenos. Es como si necesitásemos imperiosamente retazos de bienestar para ilusionarnos con lo que nos viene por delante. Aunque, luego, la alegría nos dure poco.

No he necesitado ir a una discoteca o participar en una cuchipanda para sumarme a la nueva normalidad en la que desembarazarnos de los corsés de la pandemia. Me ha bastado fijarme en un cartel pintado a mano para darme cuenta que, afortunadamente, habíamos recobrado parte de la libre cotidianeidad perdida. El papel, situado en el exterior de un bar decía así: "Salda dago - Hay caldo". Casi se me saltan las lágrimas. ¡Qué bueno! Una tacita de caldo para entonar el cuerpo y combatir el frescor de las temperaturas matutinas de este otoño.

Hacía tiempo que no veía un anuncio tan llamativo. La pandemia y las medidas coercitivas que para combatirla se tomaron por las administraciones habían sido especialmente duras para el sector de la hostelería y ahora, por fin -y me alegro- cabía volver a la barra de una cafetería con el ánimo de un desterrado que ha cumplido con su penitencia y regresa a su Ítaca particular.

A mí me gusta preparar un buen puchero de caldo con zancarrón de vacuno, hueso de rodilla, un puerro, dos zanahorias, un puñadito de garbanzos y, aunque no sea muy ortodoxo, un choricito. Cuando la carne esté tierna, los aromas de los aderezos habrán quedado en el líquido, previamente desespumado de impurezas. Tras ser colado, mi consejo es dejar que el caldo enfríe y tras pasar por la nevera, retirar la capa de grasa que aparecerá en la superficie. A partir de ahí, a disfrutar de su sabor y de su efecto balsámico.

La temperatura a la que digerimos los alimentos tiene una influencia directa en el sabor de los mismos. En los líquidos -como es el caso- con más razón. Según los entendidos, la temperatura ideal para disfrutar de un buen caldo varía entre los 37o y los 72o. Por debajo de estas cifras el sopicaldo pierde aromas y gusto, y por encima, se corre el riesgo de abrasar todo el sistema digestivo, desde la lengua hasta el estómago.

Amama Teresa debía de tener un paladar de aluminio refractante. Joder lo que aguantaba. Mientras todos soplábamos las cucharas para enfriar un poco aquellos fideos, ella devoraba el plato en un abrir y cerrar de ojos. Bueno, estaba entrenada. En la cocina, cuando nadie le miraba, pescaba un txipiron de la cazuela en la que se calentaba y lo tragaba en un ti-tá. Aunque estuviera hirviendo. Era como una acción de comando. Aprovechaba el momento en el que no era observada para atacar la marmita prohibida. El ansia por comer lo no recomendado médicamente tenía esas cosas. Escaldarse la campanilla o el placer satisfecho. Lástima que las operaciones sorpresa siempre dejaran un rastro. Y en aquel caso era la salsa negra esparcida, como un reguero, por la mesa.

La escasa sensibilidad de Amama Teresa al calor de los alimentos no era algo privativo de ella. En las personas de edad avanzada, las papilas gustativas disminuyen su eficacia, lo que supone una doble consecuencia: con la edad se valoran más los sabores potentes y se tolera mejor los líquidos calientes en exceso. La prueba de ello es sencilla. Basta que en las reuniones familiares observemos quién es la primera persona en acabarse la sopa.

Bueno, en esta comprobación también habría excepciones. En mi caso, cuando el caldo está muy caliente, lo atempero con un chorrito de vino blanco. Mano de santo y alimento enriquecido. Sabor umami.

El caldo templa el estómago y el ánimo. En algunos casos, dicen, resucita a muertos vivientes. Sí, hay mucho zombi suelto que parece no haber comido caliente en tiempo. Y aunque su imagen aparente fortaleza, su aporte a esta nueva realidad que vivimos sigue siendo poco productivo -por decir algo-. Los sindicatos, al menos los que mayor representación ostentan en este país, siguen blandiendo banderas al viento en reivindicación permanente.

Reivindicar no está mal, lo realmente insólito es hacerlo como en los pérfidos años del posfranquismo en los que cualquier causa era buena para manifestarse en una dinámica revolucionaria de lucha contra el sistema. Los tiempos han cambiado una barbaridad y pese a que se mantienen latentes múltiples injusticias que soportan desigualdades sociales -la precarización del empleo, la brecha de género, la defensa del sistema público de pensiones, etc.-, las circunstancias de hoy poco tienen que ver con el pasado. Aunque, por la actitud de algunos sindicatos no lo parezca.

Los liberados que portan carteles y pancartas en las manifestaciones exigiendo que los partidos políticos vascos -PNV, EH Bildu y Podemos- "no vendan a Euskadi en Madrid", no son la "famélica legión" de una clase oprimida a la que vendría fenomenal meterse entre pecho y espalda un buen consomé o el sabroso caldo de una gallina vieja. Son la nomenklatura de un Establishment que pretende afianzar su estatus particular a través del marcaje y la presión sobre el resto de agentes políticos y sociales. Un intento de contrapoder que vuelve a amenazar con organizar una huelga general en Euskadi como forma de presión para que el Gobierno español derogue la reforma laboral y garantice el sistema público de pensiones. Curiosa estrategia la que dirige su exigencia a Madrid pero que castiga con el paro exclusivamente a la comunidad vasca.

Esa normalidad del absurdo ya la conocíamos. Es algo que, para desgracia de todos, tampoco ha cambiado.

Mientras esperábamos que con el control de la pandemia la recuperación económica llegara de forma más rápida y sin obstáculos, la inflación y la falta de suministros en componentes básicos han hecho que nuevos nubarrones se ciernen en el horizonte de progreso esperado.

El alza de los precios, fundamentalmente provocado por el incremento de la factura energética -gas, gasolina, electricidad- amenaza con un nuevo estancamiento de las economías industriales de nuestro entorno. El conflicto entre Argelia y Marruecos -que nadie acierta a vaticinar cómo finalizará y si devendrá en una pugna cruenta- está mediatizando la llegada del gas a Europa. Y el incremento del precio del gas, unido al aumento del coste de emisiones de CO2, han hecho que el importe de la electricidad se haya disparado en todo nuestro entorno.

Ante esta situación, quien más, quien menos, ha ido buscando sus propias soluciones. Francia, por ejemplo, ha puesto a máximo rendimiento sus plantas nucleares -está construyendo 10 más- y Alemania, un país en el que los verdes accederán al próximo gobierno, ha echado mano del carbón del Ruhr para alimentar sus instalaciones térmicas.

Aquí, por el contrario, los amantes de simplificar los problemas complejos, los comedores de la sopa boba, seguirán con su demagogia. Lucirán las pegatinas de Nuklearrik? Ez, eskerrik asko en sus viejos coches y furgonetas de jipis que contaminan lo que no está escrito y vociferarán en defensa de las energías renovables mientras se manifiestan en contra de los parques eólicos y fotovoltaicos de Araba. Y todo ello, mientras acusan a los demás, de defender a los poderosos y al oligopolio eléctrico de las puertas giratorias. Nada nuevo que nos sorprenda.

Mientras tanto, más allá de los dimes y diretes habidos entre el Gobierno español y las compañías eléctricas por las medidas adoptadas para intentar paliar el sobrecoste que sobre los consumidores en general provoca la actual situación, el efecto negativo de esta nueva crisis ha puesto a las industrias electrointensivas (muchas de ellas residenciadas en Euskadi) contra las cuerdas. El sobrecoste energético, base del repunte inusitado de la inflación, ha provocado ya la paralización de la actividad en Sidenor y se anuncian igualmente suspensiones temporales de actividad en acerías diversas lo que afectará a miles de trabajadores. Una coyuntura que de progresar puede llegar a provocar un gravísimo colapso industrial.

Y en esta circunstancia, volveremos a ver a los de la sopa boba en acción. Por un lado, reclamando más penalizaciones a las empresas productoras de energía, y, por otro, sin ningún rubor, exigiendo de las industrias perjudicadas por la inflación que continúen con la actividad sumándose a la pancarta en defensa del empleo. Es nuestro tradicional caldo casero. Patético.* Miembro del EBB de EAJ-PNV