L Gobierno vasco ha firmado con el ministro Iceta la transferencia de la gestión de las cárceles a Euskadi. Una firma bienvenida, que no debe olvidar que los sucesivos gobiernos del PP y PSOE han venido incumpliendo por intereses partidistas el mandato democrático del gran pacto interno vasco: el Estatuto de Gernika. Una firma que no debe ocultar que, como ha expresado el consejero Erkoreka "nos la debían desde hace 40 años".

En este contexto, se han publicitado desde Lakua los principios sobre los que va a pivotar la nueva gestión carcelaria vasca como vía "más adecuada para los propios reclusos y para la seguridad de toda la sociedad": reeducación, resocialización y reinserción. Tres erres asentadas en modelos restaurativos avanzados y tres principios que hablan de una política humanista progresista.

Son criterios plasmados en el documento Bases para la implantación del modelo penitenciario en Euskadi, presentado por la consejera Artolazabal, que recogen, entre otras, las recomendaciones de las Reglas Nelson Mandela de la ONU para el tratamiento de los reclusos.

Criterios que desarrollarán medidas de protección adecuada a los derechos de las víctimas, vías para el cumplimiento de condenas en régimen de semilibertad, la introducción de la perspectiva de género en aras a evitar la discriminación femenina en las prisiones, la atención preferente a los menores armonizando su vida con la privación de libertad de sus progenitores y, por supuesto, la consideración especial a presos mayores de 70 años y enfermos graves.

Una política que coloca a la persona y a su dignidad integral en el espacio nuclear de ocupación, soslayando planteamientos de subjetividad o ausencia de igualdad, "porque lo contrario sería prevaricar".

Pero esta avanzada política penitenciaria liderada por el nacionalismo vasco no es tan novedosa en el ámbito del Estado español y fue establecida por un abertzale del PNV en un contexto tan cruel como el de la Guerra Civil.

Su protagonista, un vasco de Lizarra, Manuel Irujo, quien desde su nombramiento como ministro de Justicia de la II República en mayo de 1937 en el "gobierno de solidaridad obrera" presidido por el socialista Juan Negrín, inauguró una inédita política de "humanización de las cárceles" para cuya consolidación tuvo que enfrentarse a las milicias de izquierda y a sus compañeros de gabinete republicanos, socialistas y comunistas.

Cuando Irujo asumió el cargo, la población carcelaria ascendía a 20.000 personas y "solamente 5.000 tenían jergón". En aquel caos, donde solo 15 de las 120 prisiones cumplían mínimas condiciones de habitabilidad, el ministro abertzale dotó a aquellas cárceles de cuartos de baño, duchas, servicios higiénicos y botiquín "de tal manera que no hubo una sola epidemia en todo el tiempo".

Para ilustrar acerca de aquella ingente labor, es obligado mencionar el informe redactado por su estrecho colaborador, el también jeltzale navarro Miguel José Garmendia: "Se toleró que entraran de fuera ropas y además se dotó de ellas a todos los que no tenían familia en el exterior y que por esta causa carecían de aquel auxilio. En cuanto a alimentación, la ración de los presos, estimada al entrar Irujo en 1,50 pesetas, fue aumentada a 2,50".

Asimismo, Irujo posibilitó que, por primera vez desde el estallido de la guerra, la política penitenciaria regresara a la jurisdicción ordinaria, suprimiendo "todos los comités políticos de las Prisiones y las Comisarías con sus directores respectivos". La justicia dejaba de ser arbitraria y vengativa para volver a ser, simplemente, justa. Y en dicha tarea, no le dolieron prendas al titular del departamento para depurar todo tipo de responsabilidades en la Administración de Justicia, "caiga quien caiga".

De acuerdo con la Cruz Roja Internacional, estableció en las cárceles un servicio de noticias a los detenidos, y haciéndose eco de las denuncias presentadas por este mismo organismo, dictó órdenes para acabar con las torturas que soportaban prisioneros como los de la prisión de Santa Úrsula en Valencia: "Para obligarnos a confesar, nos metían en un armario en el que apenas podíamos tenernos de pie y cuando estaba metido allí, pegaron un tiro a una distancia de veinte centímetros para aterrorizarme (...) nos llevaron a la cripta, donde nos dejaron desnudos entre huesos de cadáveres y excrementos".

Asimismo, decretó la liberación de los "presos gubernativos", personas encarceladas sin causa justificada por tiempo indefinido y sin fecha de juicio. Por otra parte, se recuperaron las medidas relativas a la concesión de la libertad condicional (nunca aplicadas hasta entonces en tiempo de guerra) y se autorizaron permisos carcelarios "para que se trasladasen a sus domicilios, en actos importantes de la vida civil de sus familiares". En palabras de Irujo, "ni uno solo de los reclusos que utilizaron esta disposición intentó valerse de ella para huir de la justicia".

Tal política humanista, ejercida "sin distinción de ideologías", queda reflejada en la siguiente exposición del ministro de Justicia: "He de imponer la necesidad de que no salga un solo preso de las cárceles más que por mandato de la autoridad. Se han terminado las visitas a las cárceles de los Sindicatos o Comités para fusilar, o para extraer de la cárcel, para trasladarles a otros establecimientos. Quiero y aspiro a que en las cárceles solo se interne a los culpables, a los racionalmente sospechosos".

Desafortunadamente, el 10 de diciembre de 1937 dimitió como ministro de Justicia, disconforme con el proyecto de Negrín de crear Tribunales de Guardia cuyo fin era primar la victoria bélica sobre los derechos del hombre. Para Irujo, en el gobierno republicano "había triunfado el espíritu y la doctrina fascista, sin que (...) la guerra se mantenga entre la democracia y el fascismo, sino entre dos fascismos. Importa poco que se llame Franco o Negrín".

Dos tiempos históricos pero una misma política penitenciaria basada en el principio de "todos los derechos para todas las personas". De Manuel Irujo al gobierno Urkullu. Una misma filosofía política humanista personalista en la que se recupera la idea de la centralidad del hombre y la noción de persona como el valor principal que debe regir la vida social: "La sociedad es para las personas, no las personas para la sociedad". Katea ez da eten.

Quizás deberían reflexionar sobre ello aquellos que durante años han sometido a los presos de ETA al férreo control que les imposibilitaba acogerse a beneficios penitenciarios previstos en la legislación. Aquellos que habiendo encarnado personalmente los años más tristes y negros de la historia reciente de nuestra nación, se adjudican ahora el rol de paladines de la alegría. * Historiador