I bien las elecciones presidenciales en EE.UU. tienen lugar "el primer martes después del primer lunes del mes de noviembre" (según la original fórmula utilizada en su día por el Congreso para fijar la fecha electoral) la decisión definitiva sobre la persona que va a ser el próximo presidente de los Estados Unidos tiene lugar a mediados del mes siguiente, cuando los compromisarios electos en esa fecha en cada Estado emiten su voto y el resultado de las votaciones es enviado al Capitolio, sede del Congreso. Este acto ha tenido lugar el 14 de diciembre y en él los compromisarios electos el 3 de noviembre han decidido elegir como el nuevo presidente de los Estados Unidos durante los próximos cuatro años a Joe Biden, quien ejercerá el cargo acompañado por la vicepresidenta Kamala Harris. Tras esta decisión, la toma de posesión del cargo presidencial se realizará el próximo 20 de enero, cuando el presidente electo jure el cargo ante el presidente del Tribunal Supremo.

Normalmente no suelen plantearse mayores problemas en este periodo poselectoral. Suele ser habitual que el candidato que no ha obtenido los compromisarios suficientes para ser presidente felicite la misma noche de las elecciones al candidato ganador y, a partir de ese momento, el proceso poselectoral transcurra sin incidentes hasta que el consejo electoral de compromisarios emita su voto y, posteriormente, hasta la jura del cargo y toma de posesión del nuevo presidente poco más de un mes después. En esta ocasión, sin embargo, las cosas no han ocurrido así y, desde el día siguiente a las elecciones, el periodo poselectoral se ha visto salpicado por continuos incidentes, ocasionados por la negativa del presidente saliente, Donald Trump, a aceptar los resultados electorales que daban la victoria en las urnas de Joe Biden y Kamala Harris.

Una muestra ilustrativa de estos incidentes poselectorales han sido las tentativas por parte de Trump y su equipo jurídico de impedir que las autoridades estatales (gobernadores y legislativos de los estados de la Unión certifiquen los resultados electorales en algunos de estos estados con el fin de obstruir el desarrollo del proceso que conduce a la emisión del voto por los compromisarios electos para oficializar la designación del nuevo presidente. Dicha actitud resulta insólita, más aun tratándose de un presidente en activo, y ha llevado a Trump al enfrentamiento no solo con sus rivales del Partido Demócrata sino también con algunos de sus propios correligionarios republicanos, a quienes acusa de no haber defendido debidamente las posiciones de su propia formación política y para los que ha acuñado el acrónimo descalificatorio de "rinos" (que puede traducirse como republicanos solo de nombre).

No resulta fácil comprender que hayan tenido que transcurrir seis semanas desde aquel primer martes de noviembre en el que los electores norteamericanos depositaron su voto en las urnas para que pueda empezar a despejarse el accidentado proceso poselectoral, que esta vez ha estado salpicado de continuos incidentes judiciales. En este contexto, cobra un significado especial el voto emitido por los 538 compromisarios electos (que según la también original fórmula utilizada en su día por el Congreso, deberá tener lugar "el primer lunes después del segundo miércoles" del mes siguiente a las elecciones; este año el pasado día 14). Se trataba hasta ahora de un mero trámite procedimental sin trascendencia política alguna que, en esta ocasión y dadas las especiales circunstancias sobrevenidas tras las elecciones, se ha convertido en un hecho decisivo para poder proseguir el camino que permita llegar, el próximo 20 de enero, a hacer efectivo el relevo presidencial en la Casa Blanca.

Pero más allá de estas incidencias poselectorales, que sin duda singularizan de forma muy acusada estos comicios, interesa llamar la atención sobre algunos hechos que han revelado las urnas y que van a dejar sentir sus efectos en el próximo periodo tras estas elecciones. Una primera reflexión debe girar en torno al hecho de que un personaje como Trump, con una ejecutoria como la que ha venido exhibiendo a lo largo de su mandato, haya obtenido el respaldo en las urnas de casi la mitad del electorado norteamericano, lo que es un dato que no debe ser ignorado una vez pasadas las elecciones. A lo que hay que añadir que este respaldo ratifica, incluso aumentándolo en número de sufragios, el obtenido en las anteriores elecciones, hace cuatro años; lo que indica que lo que podría denominarse el fenómeno Trump no es flor de un día sino que tiene un asentamiento y unos apoyos consolidados en la actual sociedad norteamericana.

De todas formas, más que las excentricidades del personaje Trump, que tras las elecciones va a dejar de ocupar la centralidad institucional que ha tenido hasta ahora, el mayor problema lo plantea el trumpismo y los trumpistas, cuya existencia nada despreciable acaban de acreditar las urnas el 3 de noviembre y, asímismo, la actividad desplegada después en este periodo poselectoral aun no concluido. Hay que tener presente que la presidencia Trump ha dado cobijo al nuevo fenómeno de la alt-right (derecha alternativa) norteamericana, que aglutina a una variada farándula de supremacistas, ultranacionalistas, anarcoliberales, negacionistas de todo tipo, ultrarreligiosos varios, creacionistas, terraplanistas, antivacunas, defensores de las armas, contrarios al multilateralismo etc. etc. que, conjuntamente o por separado, constituyen una fauna política que no por pintoresca deja de ser altamente peligrosa. Y conviene no olvidar que el presidente de EE.UU. conserva la plenitud de sus poderes durante todo el periodo poselectoral: en Estados Unidos no existe, como aquí, la figura del jefe de gobierno en funciones, que tiene sus poderes limitados y puede, por tanto, adoptar decisiones muy importantes que, conociendo la personalidad de Trump, pueden resultar más que problemáticas.

No se trata de conjeturas hipotéticas sino lo que los hechos están confirmando como realidades fácticas. Se pone de manifiesto en las recientes decisiones adoptadas en relación con el conflicto israelí-palestino y, más recientemente, el marroquí-saharaui; por no hablar, en el ámbito interno, de las decisiones que siguen adoptándose en relación con las medidas para afrontar la grave crisis pandémica. Y no sería de descartar que en el mes largo que aún queda para el relevo presidencial nos sorprenda alguna otra decisión propia de Trump.

Nunca un periodo poselectoral se ha presentado tan accidentado en su desarrollo como el que está teniendo lugar tras estas elecciones presidenciales. Si bien la decisión que acaba de ser adoptada por los compromisarios electos es de esperar que contribuya a superar las incidencias que se han venido sucediendo constantemente desde el día siguiente a las elecciones, hay que tener también presente que, a día de hoy, todavía queda más de un mes para que concluya, el próximo 20 de enero, este ajetreado periodo poselectoral. Un tiempo suficiente para que el presidente saliente (que sigue conservando la plenitud de sus poderes, no se olvide) pueda todavía sorprendernos con alguna decisión inesperada, sobre todo teniendo en cuenta que Trump (y los trumpistas) siguen manteniendo públicamente que "la disputa electoral no ha terminado", que en los Estados en discordia las elecciones han sido "amañadas" y que los apoderados electorales republicanos se han dejado "engañar" por sus homólogos demócratas.

Más que en ninguna otra ocasión, el proceso poselectoral en curso está concitando una atención de los medios y de los círculos políticos que es reveladora de la singularidad que ha presentado desde el primer momento. En cualquier caso, de lo que no cabe duda alguna es de que su desarrollo y la forma como transcurra va a incidir decisivamente en el inicio del nuevo mandato de Joe Biden y Kamala Harris.

* Profesor