OS espacios de fricción y resistencia a nuestras experiencias dan fundamento a la vida buena. La tendencia a construir muros, fronteras, aislamiento y desapego, todo ello contrario al ideal de inclusión, tuvo motivos defensivos necesarios, pero también puede estar arraigada en la proclividad centenaria a privilegiar el espacio interior de la conciencia y la mente sobre el espacio externo del mundo físico. Esto equivale a favorecer la perspectiva de la epistemología sobre la ontología, sobre la conciencia del ojo y sobre el valor de las observaciones y la experimentación.

El diseño de los megaproyectos a menudo impide la posibilidad de mezclarse, de encontrarse con extraños; menoscaba el valor inquietante y potencialmente esclarecedor de explorar "el entorno exterior" fuera de nuestras zonas de confort. La vista a través de la ventana de vidrio reduce la vida en la calle al estado de una imagen enmarcada, falsamente amenazadora; es un espectáculo rutinariamente aislado del sonido, del tacto y de otros seres humanos.

Por el contrario, exponernos a la diversidad y la complejidad de la vida de la ciudad en la calle nos permite desarrollar un ojo empático que percibe las diferencias y puede así afirmarlas e incluso celebrarlas. La incertidumbre, la exposición, el descubrimiento, son el resultado de una perspectiva de observación y participación, no del funcionamiento de la mente en forma aislada.

Desgraciadamente, el ethos de la empatía humana, el encuentro con el otro y el reconocimiento del otro que requiere del arte de la conversación, se ve hoy menoscabado de forma preocupante por la cultura tecnológica, que invita a una retirada del mundo y, por lo tanto, a un contacto no tecnológicamente mediado más infrecuente y más superficial con nuestros semejantes.

Nos cuenta Sherry Turkle, mi colega en el MIT, que los experimentos muestran que se puede hacer disminuir la calidad de una conversación y el grado de conexión que los participantes sienten entre sí haciendo algo tan simple como poner un teléfono silenciado sobre la mesa entre ellos.

El efecto del teléfono en silencio, pero presente, es que hace disminuir la empatía. Turkle afirma en su libro Reclaiming Conversation que la pérdida de empatía incluso se ha cuantificado: hay una disminución del 40% en todos los indicadores que usamos para medir la empatía entre los estudiantes universitarios estadounidenses durante los últimos 20 años.

Turkle ha llegado a verificar de forma observacional durante el trabajo de campo que se ha extendido una especie de "regla de tres": en los encuentros entre jóvenes se espera a que tres personas tengan la cabeza en alto para asegurarse de que persista algún tipo de conversación antes de bajar de nuevo la cabeza hacia el teléfono.

La humanidad se acerca a un "momento robótico". Ya filtramos las compañías a través de las máquinas (las redes sociales) e incluso aceptamos a las máquinas como compañía y formamos vínculos emocionales con ellas. Los robots se emplean ya en roles de "cuidado", entreteniendo a los niños o cuidando a los ancianos, llenando los vacíos que quedan en el tejido social donde los hilos de la comunidad se han deshilachado.

Mientras tanto, las interacciones del mundo real se están volviendo onerosas. Las personas de carne y hueso con sus impulsos desordenados no son confiables, son una fuente de estrés, de micro-agresiones, incluso de amenazas a la tranquilidad. Optamos por la no-fricción y estamos olvidando el arte de la fricción cívica a través de la conversación.

Los adolescentes y nacidos digitales están absortos en el mundo digital de una manera que las generaciones mayores, con recuerdos de la vida analógica, apenas pueden comprender. Turkle entrevista a adolescentes que tienen un miedo morboso al teléfono. Encuentran perturbadora su inmediatez e imprevisibilidad. Una llamada telefónica en "tiempo real" requiere una actuación espontánea; es "en vivo". En cambio, los mensajes de texto y las publicaciones de Facebook se pueden perfeccionar sin restricciones. Nos protegen.

Esta generación digital también espera que todo quede grabado. En cualquier situación social hay teléfonos con cámaras que transmiten triunfos y humillaciones personales directamente a la web. Las entrevistas de Turkle desacreditan el mito de que a los jóvenes expertos en Internet no les importa la privacidad. Más bien, lo ven como una causa perdida. La obligación social de ser parte de la red es demasiado fuerte incluso para quienes se resienten de la exposición interminable.

Los adolescentes actúan en el escenario digital suprimiendo la ansiedad acerca de quién acecha entre la audiencia. De esa ansiedad fluye una dependencia cada vez mayor de la tecnología para mediar en las relaciones humanas. Los seres humanos tienen necesidades, son caprichosos, amenazadores, pero al menos se pueden desviar las llamadas, bloquear los correos electrónicos, "dejar de ser amigos" de los amigos de Facebook. La red fomenta así el narcisismo, enseñándonos a pensar en las otras personas como un problema a gestionar o un recurso a explotar.

Muchas veces, inseguros en nuestras relaciones y atraídos y ansiosos por la intimidad, buscamos en la tecnología formas de estar en las relaciones y protegernos de ellas al mismo tiempo. Tememos los riesgos y las decepciones de las relaciones con nuestros semejantes. Esperamos más de la tecnología y menos unos de otros. Atribuimos cualidades humanas a los robots y aceptamos cosificar a las personas. Humanizamos a las máquinas y deshumanizamos a nuestros semejantes.

¿Puede la humanidad transformar la forma en que se comunica sin alterar, en cierto modo, lo que significa ser humano? Es evidente que, si olvidamos la capacidad de conversar de forma empática, sufriremos también una pérdida de calidad en las maneras en que socializamos y cooperamos y, como consecuencia, una pérdida de calidad de nuestras democracias, algo que ya se puede observar en muchos lugares. Sin la empatía de los vínculos e intercambios en sociedad quizá algunas de las distopías luditas acaben cumpliéndose.

Pero este escenario tiene alternativas que convienen a la condición y a la salud humanas. El ser humano ha de estar abierto a la sorpresa y, con ello, a la posibilidad de la esperanza como elemento necesario para mejorar la vida buena. Las "aspiraciones de control" deberían frenarse y evitar la tentación de querer neutralizar el caos, la complejidad y la contingencia para que aumenten así las posibilidades de que surjan eventos inesperados, algo improbable con las máquinas.

La actitud humana que atempere el poder de las tecnologías personales no es solo la realidad física del caminante que abraza la ciudad en el caos callejero, fuera de la neutralidad aséptica de los megaproyectos urbanos, sino también la realidad fenomenológica del sujeto conocedor y la realidad política alejada de las prioridades de las élites. Exterior es el margen y la periferia frente al centro, la posibilidad de alternativas, la resistencia frente a las hegemonías.

Como afirma François Jullien, no se trata de conocer definiendo los objetos, sino de ser capaces de percibir el fondo de inmanencia que dispensa lo evidente, la realidad empírica de nuestras percepciones. La tarea del erudito es simplemente aclarar y separar los "juicios de hecho" de los "juicios de valor" para poder estudiar y actuar colectivamente sobre la incertidumbre, el azar y la apertura, y renegociar de forma transparente las estructuras de poder.

La realidad de la imaginación, de la dificultad, de la complejidad constituye también ese entorno exterior no tecnológico. Es una realidad que favorece la adquisición y producción de conocimiento y experiencias, a la manera de un sabio artesano o un artista que persigue su curiosidad y realiza su trabajo experimentando con objetos y con sus sentidos, jugando e imaginando, explorando y aprendiendo de forma cooperativa y empática.

* London School of Economics y Massachusetts Institute of Technology