EL debate de investidura me tuvo atado a la silla. Sobre el tapete estaba en juego el incierto futuro de España. Esa incertidumbre, esa fragilidad de la situación política española, tiene mucho de insana, de contraria a la necesidad de un orden humano y cabal que aleje la inseguridad y dé protección a los dominados por los miedos.

Las derechas se han uniformizado y petrificado. Son tan difíciles de distinguir entre ellas que para hacerlo habría que acudir a un mineralogista. Y han parido una ideología granítica: la nacionaldemocracia. Podríamos definirla como una democracia tutelada por quienes se consideran los genuinos representantes de la nación española, guardianes de su legado histórico y defensores del orden constitucional representado por la corona. Su cuarzo, feldespato y mica son, pues, la Constitución, la monarquía y la unidad nacional. Sin embargo, cuando en pleno debate parlamentario -no digamos ya en los medios de comunicación o en las redes sociales- insultan y excluyen a quienes proponen renovar, matizar o ampliar esas instituciones y cuando acusan a los adversarios bajo anatema y recuerdo de terribles errores y culpas históricas, me provocan un estado de turbación, de zozobra, porque sé lo que pretenden: ahormar a su conveniencia a la ciudadanía. Saben que, si lo consiguen, quien discrepe de esas ideas corre el riesgo de que lo vean como un apestado, un criminal, un malhechor. De nuevo el fantasma de los rojos-separatistas como argamasa de las derechas.

Se atribuye al pensador alemán Lichtenberg una cita que me ayudó a comprender lo que estaba sucediendo durante el debate: "La experiencia no nos sirve de mucho porque cada locura siguiente se nos presenta bajo una luz nueva". Así, de repente, vi en la luz nueva de la nacionaldemocracia lo más oscuro y fanático de la historia de la derecha española: su lenguaje vil, la tergiversación de los hechos y dichos, su apoyo irrestricto a la Corona que más parecía enfeudarla que reivindicarla, su inquina y aversión al diferente. Y sus calumnias y mentiras. Allí calumniaron y mintieron el espigado y el aquilino, la oronda y la de la voz marchita. Lo peor es que cuando son pillados en la mentira -cifras sobre delincuencia e inmigración, violencia de género, papel institucional de la corona, guardia civil de tráfico en Nafarroa, etc.-, les da absolutamente igual, como si admitieran que la mendacidad del sistema político español es un hecho inalterable.

El "¡Fuego, fuego!" del payaso Acusaron a Pedro Sánchez de auparse de mala manera al poder; una locura: las moscas invadiendo un papel matamoscas. Los portavoces derechistas gritaban en el hemiciclo como aquel payaso del circo: "¡Fuego, fuego!". Aparentemente, los parlamentarios del resto de los partidos no los tomaban en serio, provocándoles, eso sí, carcajadas o abucheos cada vez más sonoros. La hipérbole (exageración) de la derecha frente a la lítote (atenuación) de Sánchez. En fin, un público inconsciente que, de acostumbrarse a esos excesos y calumnias, puede acabar siendo pasto de las llamas. Excluyo de esa actitud a los representantes de los partidos vascos. Nuestra memoria del franquismo armado, político o sociológico nos mantiene en disposición de alerta. Lástima que la izquierda abertzale no abjure definitivamente de su pasado más inaceptable porque esa falta de autocrítica no es coraje, es ceguera. Mientras no lo haga, estará situada entre el perro y el lobo, más atenta a defender que a proponer, pesada como un fardo para los posibles aliados, fácil blanco para quienes quieren echar fuera de la cancha al pelotari y mandar la pelota al maizal.

La investidura me dejó una sensación de fracaso, porque Pedro Sánchez no pudo evitar haber perdido el tiempo, casi un año. Pero también de optimismo, porque da la impresión de que el ya presidente está dispuesto a refrenar por medio de la ley a los poderosos y a desafiar el ruido y la furia de aquellos medios de comunicación que soliviantan a las masas y alimentan ideológicamente la nacionaldemocracia. Complicada tarea en tiempos difíciles como los que nos tocarán vivir, con la mitad del país enfurecido -la España rencorosa- y otro cuarto a la espera de acontecimientos. Así las cosas, podría pensarse que no hay base social para el cambio, pero tal vez sí. Cuando los beneficios a corto plazo comienzan a escasear (el anunciado estancamiento económico es una señal) se hace preciso hallar otras formas de sustentar la legitimidad. Una nueva forma de hacer política, ajena a escándalos y corrupciones, implacable cuando estas se produzcan, es el camino. Fortalecer las instituciones democráticas es la posada. La transparencia en las actuaciones es el método pues en ocasiones los asuntos más relevantes penden de ese hilo finísimo. No me han gustado los jueguecitos de los dos socios de gobierno a cuenta de los anuncios de cargos y ministerios. Daba la impresión de que los de Unidas Podemos necesitaban asegurarse el cumplimiento de lo pactado filtrándolo en prensa para que no pudiera el PSOE volverse atrás. Daba la impresión de que Pedro Sánchez respondía de igual modo pero rebasando, no incumpliendo, lo acordado con nuevas vicepresidencias y ministerios que vaciaban parcialmente el contenido de los adjudicados a UP. Tendrán que hacer las cosas bien como les advirtió Aitor Esteban, el mejor parlamentario en el hemiciclo. El portavoz jeltzale explicaba que la buena política se basa en distinguir y elegir entre lo posible y lo que no lo es. No puedo estar más de acuerdo. Con la experiencia adquirida durante la pasada crisis, hemos aprendido que en materia económica todo lo agradable es a menudo insensato y todo lo sensato es muchas veces desagradable. Si hablamos de políticas sociales, la necesidad desesperada de una inyección de jóvenes, solo posible mediante un plan de prestaciones familiares similar a los existentes en Francia, Alemania o Suecia junto con la imprescindible solidaridad intergeneracional, deben ser ejes del nuevo gobierno. Humanidad práctica podríamos llamarlo. De priorizarse esas políticas, la ciudadanía recuperaría la confianza en el quehacer político. Y, conseguida esa confianza, se podría abordar el espinoso e imprescindible asunto de la territorialidad y el derecho a decidir. Vasto programa que, en mi opinión, debe fundamentarse en unas nacionalidades diferenciadas que comparten una misma ciudadanía. Se trata de un programa democrático que rechaza la derecha.

La gente no cambia y se puede vaticinar cómo reaccionará en una situación u otra. Y tengo la impresión de que la derecha persistirá en la melancolía de la derrota, en su parlamentarismo montaraz, en sus insinuaciones a la movilización de actores principales de la tragedia española como el militarismo, el nacional-catolicismo y los grandes propietarios. Hasta que no acepten la necesidad del cambio, todo estará en el aire. Si no lo hacen, poco se puede decir de lo que ocurrirá pues el eje del debate será democracia frente a nacionaldemocracia. Aunque la derecha lo tendrá más complicado si los socios de gobierno mantienen su unidad, a la que deben contribuir los partidos abertzales; no desde dentro, como pilares, sino desde fuera, como contrafuertes. "A uno solo se le domina, pero los dos podrán resistir, porque la cuerda trenzada no se rompe fácilmente" (Eclesiastés, 4.12).

* Abogado