LA concepción del trabajo siempre ha sido abordada desde distintas disciplinas. El trabajo tiene en sí mismo diversas aristas que hay que tener en cuenta, al objeto de entender en qué consiste. La actividad laboral es lo suficientemente trascendente como para tratar de reducirla a una mera maldición, condensarla a un mero elemento de mercado o compendiarla en un mero recurso económico. El trabajo es demasiado importante para las personas y para la sociedad en su conjunto. Requiere un encuadre multidisciplinar, nuevas formas de entenderlo, nuevos enfoques que reflejen su verdadera dimensión.

Nuestras vidas se encuentran modeladas por el trabajo. En la modernidad, el pensamiento sobre el trabajo ha generado importantes debates políticos, económicos, culturales y sociales que hoy día no están cerrados. El trabajo es también esencial desde el punto de vista de la evolución humana. Así, por ejemplo, un antiguo enigma de la antropología se centra en indagar acerca de la razón por la que los neandertales se extinguieron después de vivir con éxito durante más de mil años. Las últimas investigaciones vienen a deducir que los neandertales dedicaban gran parte de su tiempo a la caza mayor, mientras que el homo sapiens estableció por vez primera sistemas de división del trabajo de modo que los hombres cazaban y las mujeres y los niños recolectaban. Esta falta de diversidad de recursos organizativos de los neandertales se postula como una causa plausible de no adaptación y extinción. Así que tal vez el trabajo, esa maldición bíblica, nos ha permitido habitar como especie en la tierra.

Llegados a este punto, ¿debemos ineludiblemente a consolidar la idea de que el trabajo es un mal necesario? La naturalización del trabajo como una carga aparece reforzada en relación con la frecuencia con que este ha sido vinculado a un castigo. La molicie, la pereza, siguen siendo uno de los siete pecados capitales postulados por la Iglesia católica romana. Otras creencias también propugnan esa visión del trabajo duro como un castigo o como una exigencia para evitar que las manos ociosas se conviertan en las armas del mismísimo belcebú.

A lo largo de la historia, el trabajo y su concepción han ido cambiando, pero básicamente siempre se ha mantenido la conceptualización negativa y poco ética del mismo. El trabajo es bueno solo hasta el punto que nos permite sobrevivir, es la maldición de los humildes y subyugados que no tienen más recurso que trabajar para poder hacerlo. Dentro de esta visión, durante miles de años el trabajo ha sido una faena que incluso puede degradar la dignidad humana. Esta visión del trabajo como algo dado que viene por la propia naturaleza humana, que no se cuestiona, que se debe hacer y en el que no hay mucho que pensar porque otros ya lo han hecho por nosotros, es una conceptualización de alineación del trabajo tal y como propugnaron las tesis marxistas. A medida que la importancia del individuo y la libertad van alcanzando mayores cotas de protagonismo, se comienza a cambiar esta visión poco edificante del trabajo. John Locke, en el siglo XVII, propugna que el trabajo puede ser fuente de libertad no solo frente a la naturaleza (al transformar la naturaleza) sino también frente a otros seres humanos y frente a las instituciones humanas, como efecto de la propiedad del trabajo de uno mismo. Se pasa de concebir la actividad del trabajo como una constante lucha contra la naturaleza a una visión en la que la sociedad cada vez más científica, más alejada de lastres religiosos, concibe la naturaleza como algo predecible y modificable. Hoy día, esta conceptualización requiere de una revisión desde el punto de vista de la sostenibilidad y también desde un enfoque feminista.

La conceptualización del trabajo como elemento mercantilizado ha traído abundantes debates a lo largo de la historia. Frente a esta perspectiva por la que el trabajo no nos hace demasiado libres, han ido surgiendo objeciones sobre esta dura mercantilización del mismo en el sentido de que tratar al trabajo como una pura mercancía es tratarlo como un medio. El primer fundamento mismo del trabajo se encuentra en el hombre mismo. Esta concepción humanista del trabajo surgirá a lo largo del siglo XIX y XX, en relación estrecha con los principios de democracia, ciudadanía, igualdad política y toma de decisiones deliberativa.

El problema de toda esta recua de afirmaciones, que cualquiera de nosotros rubricaría sin ambages, se encuentra en que el trabajo, como objeto de mercado que es, tiene que jugar en un mercado laboral que no es perfecto. No existe un mercado laboral de competencia perfecta porque simplemente no existe. La forma, o el medio, por el cual se ha intentado lograr ese reajuste entre las fuerzas que intervienen en el mercado laboral se ha representado a través de dos fuerzas antagonistas: empleador-patrono versus actividad sindical. Ambas, son formas poliédricas de entender una misma realidad, y han devenido como modos de entender esa realidad que no es capaz de resolver las situaciones, pues en la mayoría de los casos no se da un manejo empático de los conflictos. No se puede, obviamente, denostar y echar por tierra la importante tarea de la actividad sindical, imprescindible para legitimar la voz de los trabajadores. Tiene una amplia legitimación en la promoción de una clara y evidente mejora general de las condiciones de trabajo, igualando las condiciones de juego de ese mercado imperfecto. No obstante, los sindicatos, requieren de un necesario aggiornamento o actualización. La necesaria búsqueda de ese equilibrio entre fuerzas no puede devenir de una constante interpelación al conflicto.

La actual gestión de las personas debe asentarse sobre bases distintas de las que tradicionalmente han sido su marco impulsor, entendiendo por ello que la esencia misma del conflicto se centra en la existencia de prácticas empresariales mal diseñadas, y que, por tanto, con las políticas adecuadas se pueden alinear los intereses de empleadores y trabajadores. En este marco de acción unitaria es donde entran de lleno las concepciones psicosociales en la gestión de personas, huyendo del conflicto antagonista como elemento inercial de las relaciones laborales. Considerar que el trabajo se caracteriza por un conflicto contrapuesto y antitético entre el capital y el mundo obrero da lugar a equívocos respecto a la consideración de los sindicatos e incluso de las políticas públicas laborales. Dicho de forma distinta, si la negociación colectiva supone un reconocimiento de la alineación de la clase obrera, porque para ello se negocia, para mejorar una situación negativa de partida consustancial al capitalismo que afecta a la clase trabajadora, ello implica que no se puede resolver el problema de base al no modificarse las relaciones sociales capitalistas sobre las que se asienta el problema.

Es en la mezcla entre objetivos compartidos (trabajadores productivos, empresa rentable, economía saneada, etc.), y objetivos tipo conflicto (mejora salarial frente a costes laborales más bajos) donde adquiere juego el concepto compromiso. Es una necesidad que los nuevos sistemas de gestión de personas opten por una gestión más progresista, que proporcione, vías de participación a los trabajadores como cauce todo ello, para que el compromiso aflore en las organizaciones. Estamos hablando de relaciones laborales plurales, de auténtica democracia industrial y, en base a ello, en las organizaciones han de protegerse los intereses de los trabajadores y los entornos sociales. No se debe mantener la eficiencia como máxima. Este tipo de axiomas deben ser rebatidos en aras a un enfoque mucho más humano de las relaciones laborales, huyendo de enfoques puramente darwinistas de la competencia en los mercados laborales.

Un sistema de gestión humanista es posible, y a él se pueden anudar objetivos mayores como construir una sociedad más justa y más humana mediante la extensión de un modelo de empresa democrática y solidaria, en la que la propia empresa se concibe como herramienta del desarrollo económico y social de las sociedades con las que se vincula. Es la fuerza motriz que se encuentra, por ejemplo, en la expansión del modelo cooperativo de Mondragón.

La gestión por valores es la que debe guiar cualquier sistema que quiera implementar las herramientas psicosociales en el ADN de cualquier organización con independencia de su forma jurídica. La dirección por valores supone un sistema de gestión que se contrapone con otros sistemas de gestión más tradicionales. Integrarlo en una organización es el medio idóneo para que surja el compromiso. “No podremos resolver nuestros problemas con el mismo nivel de pensamiento que los ha creado”. (A. Einstein)

* Técnico en Prevención de Riesgos Laborales Mondragón Unibertsitatea