ES el caso de la situación que se examina en el reciente Informe Foessa, de Cáritas, sobre Exclusión y Desarrollo Social, hecho público a mediados del pasado mes (www.caritas.es y www.foessa.es) coincidiendo con los momentos más álgidos del fragor de la disputa poselectoral por pillar cacho en el pastel institucional a repartir tras las elecciones.

Se trata de un informe que viene publicándose periódicamente desde hace más de cinco décadas y que proporciona la radiografía más completa de nuestro cuerpo social y de los principales males que le aquejan. En él se aporta una serie de datos, debidamente documentados, sobre la situación social que deberían ser, cuando menos, de obligado conocimiento por parte de quienes protagonizan nuestra agitada vida política. En el caso de este último informe (el octavo), su interés es de especial actualidad ya que en él se examinan las consecuencias de la profunda crisis económica iniciada hace poco más de una década y los efectos que, sobre todo en el ámbito específico de lo social, que es el propio de este informe, está teniendo y, previsiblemente, se van a seguir dejando sentir en nuestro cuerpo social durante los próximos años.

No dejan de llamar la atención algunos de los datos que se aportan sobre la magnitud del deterioro de las condiciones sociales en los sectores de la población que con mayor intensidad se han vista afectados por la crisis (que no ha afectado a todos por igual). No deja de ser impactante que el grado de exclusión social se cifre en nada menos que el 18,4% de la población; y más impactante todavía que de esta cifra la mitad (cerca del 10%) esté considerada exclusión severa, es decir una población que aunque habita físicamente entre nosotros lo hace socialmente al margen de nosotros. Cifras que, como muestra el informe, han aumentado sensiblemente (2,6% en relación con las que había al inicio de la crisis), lo que revela un retroceso social en esta última década que no debería pasar desapercibido para nadie; y menos aun para quienes aspiran a regir una sociedad marcada por déficits sociales tan sangrantes.

Además de estos datos globales sobre la dimensión de la exclusión social, se aportan también una serie de datos más específicos, todos ellos debidamente documentados, que ayudan a conocer mejor la realidad de la situación social en la que estamos. Así, por ejemplo, el deterioro del empleo, hasta el punto de que hoy éste ya no constituye ninguna garantía contra la exclusión, como lo muestra el sorprendente hecho de que un 14% de las personas que trabajan se encuentran en situación de exclusión; o de que uno de cada tres contratos temporales (que se computan como población empleada) duran menos de siete días; por mencionar solo los datos relativos al (sub)empleo, terreno en el que también se han dejado sentir de forma especialmente grave los efectos negativos de la crisis. No es posible, dadas las obligadas limitaciones de este artículo, extendernos en más datos relativos a la vivienda, la sanidad, los medicamentos, la feminización de la exclusión social, el agravamiento de la exclusión en las situaciones de dependencia?

Se trata, en todos los casos, de una serie de datos sumamente indicativos de las dimensiones del déficit social del que adolecemos y que, sin embargo, apenas tienen reflejo en las publicaciones especializadas de los círculos económicos, centradas en el seguimiento de la evolución de los mercados, de las magnitudes macroeconómicas y, sobre todo, del déficit público, en particular el derivado de los dispendios en gastos sociales. Esta es precisamente la principal aportación que nos hace la publicación de informes como el que origina estas líneas, al proporcionarnos una serie de datos no suficientemente conocidos -la sorpresa que nos causan en algunos casos es una muestra de ello- pero necesarios para poder afrontar mejor uno de los problemas más graves que tenemos como es, sin duda, el de la exclusión social.

Pero más significativos que la relación de datos cuantitativos que se aportan, por ilustrativos que éstos sean para conocer la realidad ocultada de la exclusión social, son los cambios sobrevenidos en la mentalidad de la gente -el cambio de paradigma sobre la estructura del bienestar, según los términos del informe- en relación con la forma de concebir la nueva situación creada como consecuencia de la crisis. En este sentido, sirvan como ejemplos ilustrativos el deslizamiento que se viene produciendo desde la condición de ciudadano, al que asiste el derecho a la salud, al de asegurado para poder ejercerlo efectivamente, en el ámbito de la salud; en el de la vivienda, del bien de necesidad personal al bien de inversión; en el de la dependencia, de su cobertura por los servicios sociales al de las empresas aseguradoras; en general, de la rentabilidad social a la rentabilidad lucrativa en el ámbito de la gestión del bienestar. En definitiva, una concepción de los derechos sociales que viene a sostener que éstos hay que merecerlos -un individualismo meritocrático, en expresión muy certera- para poder ser ejercidos.

Una mención especial merece la advertencia sobre la fatiga de la solidaridad que puede apreciarse en relación con la nueva situación, como consecuencia de la cronificación y el enquistamiento de los efectos de la crisis. Se hace perceptible un retraimiento en las actividades que, bajo distintas formas, se ocupaban de atender a los que se quedan atrás, que se han visto reducidas progresivamente a actuaciones que se ciñen a paliar los efectos más acuciantes de las situaciones de emergencia. Según los datos que proporciona el propio informe, la mitad de la población manifiesta que en el momento presente ayudaría menos que hace diez años. De hecho, han sido los ámbitos estrictamente familiares el reducto en el que han hallado refugio las prácticas solidarias, lo que no deja de constituir un preocupante retroceso en la socialidad de la comunidad que integramos, precisamente como seres sociales.

Son todas ellas cuestiones que merecen un poco más de atención de la que se les viene dedicando tanto en los círculos políticos como en los medios, centrados últimamente de forma monotemática en el relato de las disputas partidistas en torno a las incidencias de la investidura. Por no hablar de cuestiones más frívolas que más que a otra cosa solo se pueden prestar al cachondeo general, como es el caso de la mayor proyección mediática que ha tenido en las mismas fechas en que se hacía público el informe sobre la exclusión social (a mediados de junio) un acontecimiento como el de la investidura como caballero de la Orden de la Jarretera del rey Felipe VI, cuya cobertura informativa (no sólo en la prensa rosa sino también en la prensa seria) ha sido superior; lo que no es ninguna boutade, aparte de ser rigurosamente comprobable examinando los medios de esos días. Toda una muestra bien expresiva de las preocupaciones sociales que centran nuestra atención.

El periodo en el que nos encontramos tras las recientes elecciones, en el que una de las tareas principales es la confección de los programas de gobierno y la determinación de las prioridades a afrontar en la legislatura que se inicia, es una buena ocasión para tener muy en cuenta las observaciones que se hacen en el informe que origina estas líneas. Aunque solo sea para poder tener claros cuáles son los problemas fundamentales que tiene planteados hoy nuestra sociedad. Y también para que, además de las disputas poselectorales por el reparto del pastel institucional, las formaciones políticas puedan tener una referencia cualificada a la hora de elaborar y contrastar sus propuestas programáticas en lo referente a las cuestiones sociales.